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¿Dónde está la imaginación?

La anécdota es bastante conocida, pero siempre vale la pena volver a contarla. Un día de principios de 1960, el joven Michel Foucault, de 34 años, entra en la librería y editorial Jean-Jacques Pauvert. Hasta ese momento sólo había publicado un libro (Enfermedad mental y personalidad, del que renegaría inmediatamente) y estaba terminando de escribir Historia de la locura en la época clásica, que se editaría al año siguiente.

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La anécdota es bastante conocida, pero siempre vale la pena volver a contarla. Un día de principios de 1960, el joven Michel Foucault, de 34 años, entra en la librería y editorial Jean-Jacques Pauvert. Hasta ese momento sólo había publicado un libro (Enfermedad mental y personalidad, del que renegaría inmediatamente) y estaba terminando de escribir Historia de la locura en la época clásica, que se editaría al año siguiente. Acababa de regresar de cuatro años de estadía en Suecia, más algún tiempo en Alemania, es decir que en Francia no era demasiado conocido. Pauvert, que también tenía 34 años, era en cambio un editor prestigioso y vanguardista, que había publicado clandestinamente a Sade, y que en una pequeña librería de la Rue de Vaugirard habitualmente recibía a amigos como Bataille, Leiris o Klossowski. Entra, entonces, Foucault a la librería y se encuentra con un libro de Raymond Roussel recién editado. Ignorando por completo de quién se trataba, le pregunta al editor. Y Pauvert le responde: “¿No sabe quién es? Váyase y no vuelva a esta librería hasta que no haya escrito un libro sobre Roussel”. Así fue: en 1963 Foucault publica Raymond Roussel, su único libro dedicado por entero a un solo autor.
A diferencia de otros filósofos franceses de su generación, como Derrida o Deleuze, Foucault no escribió mucho sobre literatura. Su aporte más importante no es tanto el libro sobre Roussel como ¿Qué es un autor?, un breve ensayo escrito en forma de work in progress donde, en sincronía con pensadores como Barthes, Lacan o Blanchot, critica el mito humanista del autor, la noción de yo y el ideal romántico del artista inspirado, en defensa de una literatura del lenguaje, de la idea de que es el lenguaje quien habla, o mejor dicho que somos hablados por el lenguaje. Al filósofo no le importa la literatura –género burgués– sino las formaciones discursivas, la épistémè. Sin embargo, siempre es interesante leer los textos laterales de los ensayistas centrales. En especial cuando rozan la literatura. No me refiero a Prefacio a la transgresión, su gran artículo sobre Bataille, donde en verdad poco habla de literatura y sí mucho de la relación entre representación, ley y sexualidad, sino a textos relegados, perdidos, poco frecuentados. Por ejemplo, un extraordinario artículo sobre Flaubert, llamado La biblioteca fantástica, publicado en 1967 en una revista hoy olvidada de nombre Cahiers Renaud-Barrault (pero que tuvo su importancia en los 60 y 70). Es un ensayo sobre La tentación de San Antonio, seguramente el libro de Flaubert menos leído, junto a Salambó. Pero Foucault, a quien evidentemente no le interesaba demasiado la literatura, usa como excusa a La tentación... y a Flaubert para pensar los cambios en el imaginario cultural de la modernidad. Escribe entonces frases perfectas, como ésta: “El siglo XIX descubrió un espacio de imaginación del que la edad precedente no había sin dudas sospechado la potencia. Ese nuevo lugar de los fantasmas no es más la noche, el sueño de la razón, el vacío incierto abierto frente al deseo: por el contrario, es la vigilia, la atención incansable, el celo erudito, la atención puntillosa. Una quimera puede nacer de la superficie blanca y negra de los signos impresos, del volumen cerrado y polvoriento que se abre bajo el impulso de palabras olvidadas (…) La imaginación se aloja entre el libro y la lámpara. No se lleva lo fantástico en el corazón, no se lo espera tampoco en las incongruencias de la naturaleza; se lo toma de la exactitud del saber; su riqueza está a la espera en el documento. Para soñar no hay que cerrar los ojos, hay que leer. La verdadera imagen es el conocimiento (…) Lo imaginario no se construye contra lo real para negarlo o compensarlo; se extiende a lo largo de los signos, de libro en libro, en el intersticio de las relecturas y los comentarios; nace y se forma en el entre dos de los textos. Es un fenómeno de biblioteca”.