COLUMNISTAS

Donde hubo fuego

Esta semana confluyeron en Buenos Aires tres relatos sobre China: el miércoles, se estrenó en el Festival Internacional de Cine el documental He Fengming, sobre la China maoísta; y el jueves, The Concrete Revolution, sobre la China en transformación capitalista; ayer, la antorcha olímpica trajo a la Ciudad, por un rato, el conflicto que desvela a la China de hoy.

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Esta semana confluyeron en Buenos Aires tres relatos sobre China: el miércoles, se estrenó en el Festival Internacional de Cine el documental He Fengming, sobre la China maoísta; y el jueves, The Concrete Revolution, sobre la China en transformación capitalista; ayer, la antorcha olímpica trajo a la Ciudad, por un rato, el conflicto que desvela a la China de hoy.
He Fengming soñaba con ser universitaria. Cuando apenas lo había logrado, sobrevino la revolución socialista de Mao Tse Tung. Como millones, Fengming abandonó sus estudios y se entregó a ella. Se hizo periodista y se casó con un colega del diario de Gansu. Inspirado por el llamado de Mao a que florecieran “mil flores” –es decir, se airearan las diferencias y disidencias respecto del sistema chino–, su esposo escribió tres entusiastas y francos ensayos que lo malquistaron con sus superiores y lo convirtieron –y a Fengming por extensión– en  blanco principal de la despiadada campaña “antiderechista” que sucedió a esa efímera apertura y que castigó a los incautos que habían tomado al pie de la letra la convocatoria del Gran Timonel.
Separados de sus dos hijos pequeños, Fengming y su esposo fueron enviados a distintos campos de trabajo. Con el corazón roto, Fengming mantuvo íntegra, sin embargo, su fe; sólo deseaba ser rehabilitada para reintegrarse al partido y ayudar a la construcción del socialismo. Con ese espíritu atravesó horribles padecimientos: agotamiento físico, malos tratos, una hambruna que mataba a millones y a la que sobrevivió por poco.
Pasaron años antes de que lograra un permiso para visitar a su marido de quien le había llegado la noticia de que estaba muy enfermo. Al llegar, luego de desoladoras peripecias, le comunicaron que él había muerto un mes antes. Treinta años más tarde, luego de otros campos de trabajo, más sufrimientos y una rehabilitación final, regresó en busca de su tumba. El paso del tiempo había borrado los nombres de las lápidas de piedra.
The Concrete Revolution, de la documentalista Xialou Gou, muestra en cambio la China que busca ser la potencia económica mundial del siglo XXI. Ya no existe la igualdad del período socialista; un abismo se ha abierto entre ella, una universitaria a punto de mudarse a una de las torres con piscina que hacen furor entre los nuevos dueños del dinero, y los trabajadores que construyen la Beijing de los Juegos Olímpicos.
En esta China, un obrero ha viajado días y noches desde su pueblo para deslomarse de sol a sol en gigantescas plataformas de cemento a fin de enviar dinero a su mujer y sus hijos. Desde que llegó tres meses atrás, sin embargo, no ha cobrado un solo yuan: van a pagarle –dice– cuando la obra esté terminada. Pasa sus breves noches en una carpa fría y atestada. Cuando Xialou Gou le pregunta sobre su familia, rompe a llorar. “En este mundo, un hombre sin dinero no vale nada”, solloza.
Un abismo se ha abierto entre ambas Chinas. Pero un conflicto, legado por la primera a la segunda, permanece intacto: el conflicto del Tíbet.
Región poblada por una antigua etnia que, al menos hasta hace unos años, mantenía costumbres medievales (otro relato, el libro Saca la lengua del chino disidente Ma Jian, que se consigue en las librerías porteñas, retrata con crudeza cómo los cadáveres humanos aún son cortados en pedazos y arrojados a los buitres), Tíbet fue alguna vez un imperio, luego sometido a otro: el chino. Obtuvo su independencia durante el período republicano de China, en 1911, pero volvió a caer bajo su dominio con Mao.
Bajo las reglas de la Guerra Fría, la insurrección contra Beijing y con su líder y gobernante en el exilio, el Dalai Lama, fueron alentados y financiados por la CIA, hasta que el acuerdo entre los Estados Unidos y China, firmados por Mao y Richard Nixon con la mira puesta en el tercero en discordia, la Unión Soviética, dejaron al Tíbet fuera de la agenda internacional.
Desde entonces, el Dalai Lama ha ganado influencia en Occidente como figura política, religiosa y new age. Nadie preveía, en esas condiciones, el actual estallido antichino en Tíbet, activado, por lo poco que se sabe –Beijing no permite el ingreso de periodistas u observadores–, por la noticia de que algunos monjes eran torturados y asesinados. La rebelión adquirió un componente étnico y consistió en saqueos, revueltas y ataques racistas contra los Han, grupo mayoritario en la enorme China.
Tíbet es la segunda “provincia” de China en tamaño. A ojos del gobierno, permitir su independencia equivaldría al inicio de un desgajamiento o un derrumbe, como fue la pérdida de Afganistán para la extinta Unión Soviética. La opinión pública internacional y los movimientos de derechos humanos prefieren otra analogía: la de Tiananmen, la matanza de estudiantes que exigían una apertura política en 1989.
El actual frente internacional contra el gobierno chino mezcla a los grupos más diversos: los budistas del Dalai Lama (que ya no reclama independencia, sino un estatus como el de Hong Kong), los turcos musulmanes, la secta Falun Gong, los rivales comerciales de China, los grupos de derechos humanos, los disidentes que quieren democracia y hasta el viejo anticomunismo.
En Buenos Aires, se sumaron los desprevenidos: contra la protesta están quienes no ven relación alguna entre las Olimpíadas y la política; a favor: jóvenes que encuentran en apagar la antorcha una causa tan políticamente correcta como repudiar el calentamiento global.
A ambos los une la atracción del espectáculo mediático internacional que gira en torno de la llama olímpica. Muy lejos de esa tenue luz, persiste la realidad compleja del Tíbet, imposible de reducir a un encendido o un apagado.