Llevo casi una vida entera luchando contra el machismo. Después de los tantos padecimientos que me hizo sufrir, me esmero en detectar su vasto arsenal de prejuicios, su ejército de estereotipos, su rústica fijación de roles. Para el hombre, la toma de iniciativas, la intrínseca desenvoltura, la reciedumbre y el ser siempre sujeto activo, el deber de parar la olla, la prohibición de la debilidad (so pena de mariconerismo). Para la mujer, la casa y los hijos, la pasividad casi inerte, el quedar siempre a merced, el verse una y otra vez afectada sin poder nunca afectar. Somos legión los perjudicados por este reparto de papeles, aunque son legión también aquellos a quienes les sienta.
Es de imaginarse, por ende, la mala sangre que me estuve haciendo en estos días. Pues en nombre de una causa sin dudas inapelable (el rechazo de esas violencias cuya aberrante culminación son los femicidios) brillaron por su presencia los más burdos lugares comunes del repertorio del patriarcado. Y lo hicieron de la manera más artera: disfrazados de reivindicación de género, camuflados entre las consignas de lucha.
El progresismo ñoño y el conservadurismo confeso se reunieron una vez más para enarbolar con gran fervor lo que es estrictamente obvio y acallar o dejar a un lado lo que exige debates a fondo (la legalización del aborto, la feroz discriminación de género que impera en la justicia de familia, la impune violencia doméstica ejercida contra niños y niñas). Por suerte me encontré también con intervenciones como la de Albertina Carri, con un texto rabioso y agresivo que asume la propia violencia, o como la de Andrea D’Atri, con un texto publicado en Diario de Izquierda en el que pone la causa de la emancipación de las mujeres en un contexto de emancipación social general, y otros pocos más que me hicieron pensar que, pese a todo, el machismo se acabará alguna vez. Aunque siga hoy por hoy imperando justo ahí donde menos se piensa.