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Dos ejercicios de estilo

Ahora que las vacaciones de invierno son apenas un incómodo recuerdo, ahora que las hordas de pequeños ciudadanos han sido confinadas nuevamente al redil de la educación nacional, es posible volver a transitar ciertas partes de la Ciudad.

Tomas150
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Ahora que las vacaciones de invierno son apenas un incómodo recuerdo, ahora que las hordas de pequeños ciudadanos han sido confinadas nuevamente al redil de la educación nacional, es posible volver a transitar ciertas partes de la Ciudad, y las salas pueden dedicar sus habituales y módicos espacios al cine, y no a proyectos televisivos –los mismos que aparentemente baten récords de público todas las temporadas– proyectados en pantalla grande. Y así como se sabe que la buena literatura no goza de adeptos en masa, el mejor cine tampoco suele ser aquel que apiña cientos de miles de espectadores en dos semanas, por lo que superado el interregno invernal es probable que reaparezcan algunos estrenos atendibles. La últimas películas de Lucrecia Martel (Salta, 1966) y Gus Van Sant (Kentucky, 1952) son dos de ellos.

El tercer largo de Martel, La mujer sin cabeza, sufrió algunas dificultades (la postergación de su estreno, una tibia recepción en el Festival de Cannes) antes de poder ser vista en Buenos Aires. Cuenta (muestra sería un verbo más atinado; persigue incluso) la historia de Verónica –María Onetto–, una mujer que luego de atropellar algo o a alguien en la ruta entra en una zona de confusión mental, mitad amnesia mitad negación. Quien conozca los trabajos anteriores de Martel –tal vez, junto a Lisandro Alonso, la única directora argentina que ha logrado desarrollar una mirada y un universo propios inconfundible–, La ciénaga y La niña santa, no se sobresaltará ante la morosidad del relato, los estilizados enfoques, las pocas palabras de los personajes, la atmósfera pueblerina. ¿Cuál es el problema con todo esto? Ninguno: nadie va a ver una película de David Lynch esperando que le cuenten una historia. Martel propone una manera de narrar, y uno sabe de antemano si va a aceptar ese pacto o no. La mujer sin cabeza va aún más lejos en sus intenciones previas, es una radicalización de su particular estilo: menos acción, menos personajes, más silencio.

Lo de Gus Van Sant, Paranoid Park, transita un camino similar. Esta vez los adolescentes en crisis, personajes de buena parte de su obra –Mi mundo privado, Gerry, Elephant–, son skaters, como Van Sant fue en su juventud. Doble autohomenaje, entonces. Las escenas de skate, apoyadas por los planos y la musicalización de la película, son de una potente belleza formal. Y la trama, como la del film de Martel, podría ser descripta, con algo de esfuerzo, como un policial con ribetes fantásticos. Pero allí donde la argentina prefiere el relato lineal, Van Sant descompone la narración dosificando la anécdota a través de saltos temporales. De hecho, la vinculación entre ambos filmes no es caprichosa: fueron estrenados en la Argentina el mismo día, comparten cartel en varias salas, y tuvieron su paso por Cannes. Pero, además, podrían definirse como los ejercicios de estilo de dos directores experimentados, dos cineastas que parecen haber llegado a la máxima sofisticación de sus recursos, tanto que obligan a preguntar qué es lo que vendrá después.
No faltará quien interprete estas características como un manierismo, o un signo de agotamiento. Pero La mujer sin cabeza y Paranoid Park también pueden ser vistas como lo contrario: el resultado de una negación, tanto de Martel como de Van Sant, a las demandas y expectativas del público y de la industria del cine sobre ellos. Una forma de decir: ésta es la manera que elijo (o aún más), la única manera en que me interesa filmar.

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