Tengo, no lo negaré, mis desacuerdos conceptuales con la doctora Ana Rosenfeld. Yo brego por la igualdad de género, equiparando derechos y obligaciones, y ella alienta, en cambio, un modelo familiar de machos sostenedores que relega, según creo, a las mujeres, al lugar de una subalternidad confirmada. No obstante eso, que no es menor, me entusiasmé por estos días con dos fallos judiciales obtenidos mediante su diestra gestión como abogada, y que favorecieron a Victoria Vannucci, primero, y a Beatriz Salomón, después.
Los safaris me desagradan. No tanto por los animalitos, y que me perdone Fernando Vallejo, como por la forma en que ponen en escena a la gente con mucha plata que ya no sabe qué hacer con ella. Pero a veces en las redes sociales se desatan cacerías también, y son cruentas a su modo. Los francotiradores de teclado abundan, y abundan los que persiguen presas apretando, envenenados, pantallas de celulares. La violencia verbal y las agresiones al paso se acentuaron, es notorio, y acaso lo conveniente sea no tomarlo como cosa natural. La Justicia ordenó hace unos días que se frenara el hostigamiento a Victoria Vannucci en Twitter. En Twitter, mucha gente se expresa como si estuviera manteniendo conversaciones privadas, sin conciencia de que lo que está diciendo es público. Lo charlaba el otro día con un especialista en el tema, que tuvo a bien consentir mi elogio del viejo teléfono de línea (caído ya prácticamente en desuso, sus tan discretas conversaciones han ido a parar adonde yo creo que no deberían: a los teléfonos celulares, en volúmenes de voz que todo el mundo oye, o a los mensajes de las redes sociales, que potencialmente todo el mundo ve).
Lo público y lo privado, sus esferas y sus registros, redefinen su carácter con la irrupción de las nuevas tecnologías. Pero el asunto trae conflictos con las viejas tecnologías también: con la televisión y las cámaras ocultas. Ahí también ocurre que una conversación que se suponía privada fue grabada en verdad para difundirla a todo público; ahí también ocurrió que una cuestión estrictamente privada (quién se acuesta con quién, etc.) se presentó en la pantalla como un asunto de interés general.
Los que nunca quisimos a Olmedo tenemos por las “chicas Olmedo” un afecto singular. Será distinta la visión, supongo, de quienes en la sorna y los tanteos forzosos se identificaban con el capo cómico, esto es, en definitiva, con el capo.