En los dos extremos del continente, Bolívar y San Martín representaban la aristocracia criolla de las provincias menos atendidas por España. Ambos estuvieron en Madrid por la misma época, y si Bolívar gozaba de la proximidad de la corte, San Martín formó parte orgullosa del ejército español. Ambos tuvieron su roce con el poder napoleónico: Bolívar, en los tumultos de aquel día de la entronización, entre las multitudes de París, San Martín, enfrentando sus ejércitos como soldado de la armada española.
Sus destinos ya habían comenzado a diferir de un modo irremediable. San Martín había visto a las muchedumbres linchar aun comandante y quedó marcado por cierta desconfianza hacia los tumultos civiles; Bolívar guardaba una impresión épica de las muchedumbres celebrando la gloria del héroe. Se diría que San Martín, como Miranda, era un militar formado en Europa, Bolívar era también un tribuno, alguien que sabía recurrir a los pueblos cuando la historia lo exigía. Un rasgo paralelo es que San Martín emprendió la travesía hacia Chile, como Bolívar hacia Venezuela. Contrariando la voluntad de sus superiores. Ambos sabían que la lucha tenía que ser continental: que un solo país suramericano en poder de España significaba un peligro sempiterno para todos los otros. La libertad de América exigía el sometimiento de las minorías realistas, su derrota o su expulsión.
Y ambos sabían que el último fortín de España sería Perú. El sol ibérico se había alzado en Cajamarca, y al parecer tendría que eclipsarse allí mismo, porque el opulento virreinato no sólo enviaba riquezas considerables a la corona sino que había reproducido en las montañas el fasto de las Austrias y de los Borbones. Las miradas de los dos cóndores se dirigían sobre las montañas a las viejas cumbres del Inca. Desde el sur y desde el norte convergían los ejércitos hacia esas alturas donde seguía izada la bandera del rey donde el poderío español exhibía su firmeza entre el soplo de las flautas indias y el apacible rumiar de las llamas y alpacas.
Y dos tempestades avanzaron del norte y del sur hacia las montañas peruanas: Bolívar y San Martín sabían que sólo cuando fueran derrotados los virreyes de Lima y expulsados de la sierra peruana, podrían las nuevas naciones sentirse dueñas de América. Para ello los dos asumieron el desafía desmesurado de atravesar la cordillera con sus tropas libertadoras. La travesía era tal vez más ardua para los regimientos argentinos, porque la cordillera que separa a Chile es casi inexpugnable: pasaron por gargantas a cinco mil metros de altura, y solo la fortaleza y buena provisión de las tropas les permitió alcanzar la costa chilena. Dos años después de Bolívar cruzó los Andes del norte, con tropas mucho más desprovistas, casi un desfile de fantasmas que podría ilustrarse con detalles de El triunfo de la muerte de Pieter Brueghel (...)
Vino la gloria y, con ella, una derrota secreta. Porque todos sabemos que a partir del momento en que Bolívar triunfó, comenzó a estorbar por todas partes. La estrella de las repúblicas no permitió que se alzara el sol de la unión continental. Muchos han juzgado ese hecho como una traición de los generales a su propio jefe; sienten que Bolívar fue traicionado por hombres mucho menos grandes que él.
Tal vez la verdad sea ligeramente distinta. No hay duda de que no lo comprendieron, pero habría que preguntarse si estaban en condiciones de comprenderlo. El tenía razón: sin la unión continental las naciones nuevas quedarían abandonadas a su suerte, a merced de la voracidad del mercado mundial, sin verdadera capacidad de negociación. Pero era temprano en el mundo para el proyecto de una unión continental. No la soñaba siquiera Europa, donde las naciones ya estaban conformadas, poseían identidades fuertes y una larga tradición cultural. A veces nos preguntamos si basta la mera voluntad de unión para lograrla, o si sólo grandes tragedias, como la Segunda Guerra Mundial, logran mover a los pueblos hacia una unión que garantice su supervivencia.
Los generales, por razones mezquinas, por idealismos ingenuos, por sed de poder, querían naciones, y veían como algo indeseable la unión que Bolívar seguía predicando cada vez más en vano, cada vez más atormentado por las evidencias de una fragmentación que para él equivalía a un vasto e irremediable naufragio. Se diría que en cierto e irremediable naufragio. Se diría que en cierto modo su triunfo había sido su fracaso. Mientras estaba presente el enemigo, mientras España se alzaba frente a todos, fue posible la unión; en cuanto España retrocedió y emprendió la fuga, la unión no le parecía necesaria más que a dos hombres, Bolívar y Sucre, y las facciones encontraron la manera de deshacerse de ellos, dándoles para morir los balazos y Berruecos y los venenos del desengaño.
Y, sin embargo, todos sabemos que Bolívar no fue derrotado. Al día siguiente de su muerte, todos sabían que había sido lo más grande que había visto nuestra tierra, todos lo convertían en un instrumento de mármol o de bronce para fortalecer su política, todos invocaban su nombre y lamentaban, no siempre en falso, haber sido ingratos con él. Las tareas que trazó para el continente volvían a alzarse como deberes ineludibles, no porque él los hubiera propuesto sino porque eran necesidades de la historia, tareas que cada década hizo un poco más evidentes.
Han pasado dos siglos. Poco, para la perspectiva de las naciones; demasiado, para la vida de los individuos. Va pasando la edad de los guerreros, va pasando la edad de los meros políticos. Se hacen cada vez más necesarios los pensadores y los estadistas. Y sea hace cada vez más necesaria la valoración de ese costado humano, contradictorio, apasionado, sensible, lúcido, que es el que menos hemos apreciado de nuestros fundadores. Esa complejidad que nada valora tonto como el arte.
Todo el que aspira a sentir la proximidad de un personaje histórico, el que quiere tener la sensación de que ha llegado a conocerlo o experimentar lo que vivieron quienes alguna vez se vieron frente a él, pronto comprende que no es la acumulación de datos, la abundancia de información, lo que nos hace sentir que conocemos a alguien.
De muchos de nuestros amigos ignoramos buena parte de las circunstancias de su vida; muchas experiencias de nuestra propia vida suelen ser del olvido, y otras personas recuerdan cosas que hicimos y olvidamos. Todo escritor conoce la curiosa experiencia de encontrar en sus apuntes datos que habrían desaparecido si no los hubiera registrado en palabras.
Por eso Whitman preguntaba ante una biografía: ¿es esto la vida de un hombre? Si algo sabemos de Shakespeare es que su vida debió parecerse muy poco a lo que nos cuenta Victor Hugo en el libro excelente y fantástico que escribió sobre él.
A veces una frase o una anécdota hacen conocer mejor a un personaje que las mil páginas de una biografía. Y por eso la vida del doctor Samuel Johnson escrita por James Boswell es un monumento tan alto de la memoria humana: por la cantidad de rasgos circunstanciales, por su abundancia de ejemplos vívidos de un tono y de un estilo personal.
Y por eso el libro que Perú de Lacroix, el confidente del Libertador, escribió en Bucaramanga, mientras esperaban el resultado, que Bolívar sabía calamitoso, de la Convención de Ocaña, es uno de los documentos que mejor nos permiten conocer a Bolívar.
Perú de Lacroix, como Boswell con Johnson, conversó cada día con el Libertador, almorzó o cenó con él, salió a cabalgar por los alrededores del poblado, jugó con él al tresillo hasta la medianoche, lo vio responder cartas y atender visitas, y después corrió a su cuarto a escribir todo lo que Bolívar había dicho, de modo que tenemos la intensa sensación de que acabamos de oírlo hablar, sus palabras guardan una conmovedora cercanía. En ese libro afortunado encontramos, además, por todas partes, rasgos poderosos de su personalidad. (...)
Los entusiastas de Bolívar quieren saberlo todo. Cuántos kilómetros recorrió, cuántas batallas libró, cuántas mujeres alcanzó su abrazo. Cuántas cartas dictó, cuántas proclamas, cuántos discursos. También será intentado el recuento de sus libros, y el de sus caballos, aunque por estas crestas de los Andes más conviene imaginarlo en mula, como iba el propio Napoleón por los Alpes. Y hay que pensar también en cuántas batallas perdió como aprendiz de la guerra; o a cuánto ascendía la fortuna que entregó por América, un hombre como él, tan desprendido, que era capaz de dar siempre cuanto tenía. Y la mención de sus hábitos aristocráticos: las camisas, los trajes, las casacas, las botas, los pañuelos, las aguas de colonia. Cuando leemos sus cartas nos asombra la minuciosidad de su memoria, su conocimiento de los hombres, la conciencia del territorio, y la constante mención de cantidades de mulas y de herraduras, de armas y uniformes.
¿Cómo olvidar su gusto por las ceremonias y su nítida voluntad de alimentar leyendas? Cómo después de la batalla de Bárbula guardó el corazón de Atanasio Girardot en una urna de oro para llevarlo al Panteón en Caracas, cómo quería llevar el más sencillo atavío para su encuentro con Morillo.
Hay tantas cosas que queremos ver: cómo era la corona que Manuela Sáenz le arrojó desde el balcón en Quito, esa corona que no cayó a los pies de su caballo, como ella quería, sino en el propio pecho del general bañado en flores, quien alzó la cabeza y la vio, todavía con los brazos extendidos, en el balcón; o cómo fue ese primer diálogo de los dos, aquella noche, al ritmo de los valses de entonces, cuando él le dijo que si sus ejércitos tuvieran la puntería de ella, ya los españoles estarían derrotados; o cómo era la calle, mucho más profunda que ahora, bajo la ventana por donde él tuvo que saltar para escapar de la furia de los conjurados.
No todo lo mencionan sus biógrafos, pero de todo se encargan los libros, las bibliotecas enteras que se han escrito sobre él, y las que se escribirán en el futuro: sus varios baños diarios, sus espadas, sus libros de versos; cómo bailó la noche entera después de la entrevista de Guayaquil, la danza tal vez frenética de la victoria, mientras San Martín miraba a solas el mar quieto desde la proa de su barco. O esa costumbre de seducir a las mujeres deslumbrándolas con poemas, y su sorpresa de que esa quiteña que acababa de conocer fuera capaz de terminar, en inglés o en francés, los versos que él comenzaba a citar.
*Escritor.