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Dos hombres en pugna

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Teniendo en cuenta el estado civilizatorio de la especie humana, que baila al borde de la ruina y sólo preserva un recurso poco antes de su extinción o lamenta gravosamente su pérdida, no es inusual que la mayoría de los habitantes del planeta piensen en figuras providenciales para articular en lo real los fantasmas de la salvación. A esas figuras se las llama “líderes” o “presidentes”, y en un país como éste se espera que cargo y liderazgo se resuman en la misma persona. Ser presidente, en el fondo, es la teatralización del advenimiento de un poder de decisión divino que cae sobre la testa (no coronada) y que dota al divinizado de un cierto grado de infalibilidad, que en algún momento, promediado su mandato, empieza a ceder, y termina
disolviéndose y rodando hacia el barro y la nada. Como acaba de comprobar Cristina, a quien su ministro y ex candidato favorito Randazzo se le acaba de parar de patas para señalarle el presunto error de no haberlo elegido a él para la representación del puzzle peronista-kirchnerista que ya lleva años luciendo el triste nombre de Frente para la Victoria (como si fuera una obligación juntar cabezas sólo para cumplir con el triste y monótono imperativo de vencer). Pero ése no es el punto hoy.Para cumplir con el dudoso honor de decepcionarnos a la corta o a la larga, Mauricio

Macri y Daniel Osvaldo Scioli se presentaron a la lucha electoral. Más allá de quién gane, sería bueno observar el gesto actoral promedio que sostuvieron, la idea de sí mismos que proyectaron para imaginar qué creen ellos que harán con el país o qué pueden conseguir que el país les brinde para su propia satisfacción.

Mauricio Macri, criado con cuchara de oro y papa en la boca, fiel representante de la banalidad y la ligereza menemistas, se mostró a lo largo de toda su campaña como un sujeto en perpetua transformación y aprendizaje del oficio. Desde luego, su endeblez inicial sirvió para que el kirchnerismo lo eligiera como el pelele opositor de la temporada, el puching ball para disimular la inexistencia de la oposición. Su periplo recuerda el del noble Rocky Balboa en Rocky 1, cuando el campeón mundial de todos los pesos lo elige como rival para la próxima defensa de su título sólo porque le causa gracia su apodo de “Semental Italiano”. Pero Macri aprendió, posiblemente menos de los consejos de Duran Barba que de las performances de los pastores evangelistas brasileños que saturan con sus rentables brotes psicóticos las trasnoches de la televisión, y muy cristianamente puso la cara para los bifes, se hizo la víctima, y luego, en un paso de simpática astucia, salió a recorrer los barrios y a mostrar… nada, excepto que él existía, y que como millonario en trance de humanización quería a la gente y la podía tocar a conciencia y con ambas manos, no con una como su pobre rival. No tiene sentido buscar en sus actos públicos la menor explicitación de una propuesta concreta: su misión es describir en pobre lenguaje físico y verbal los rumbos imprecisables de un futuro destino de felicidad, que gracias a su intercesión se hará presente en nuestra patria.

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A Daniel Osvaldo Scioli, en cambio, le tocó bailar o comerse el baile de la más difícil. Siendo el candidato no querido de esa mujer inolvidable, debió vender una fidelidad que es posiblemente instintiva en él (ha sido fiel a todos sus jefes, y los ha sobrevivido bien), y al mismo tiempo presentarse como una versión superadora del kirchnerismo en trance de retroceso o desaparición. La acusación de ser el De la Rúa del peronismo la enfrentó con la escena del yo: como si fuera un personaje de Tinelli, invitó a los argentinos a ayudarlo a cumplir su sueño de ser presidente como una especie de compensación por la gran adversidad que sufrió en su vida, desgracia que además, pareció decir, lo había preparado como nadie para la función que quiere desempeñar. Su lógica discursiva fue la devoción poco verosímil a un proyecto, y el divismo del deportista que cree que el destino lo ha llevado a subirse a un podio. De manejar una lancha a montarse a La Gran Argentina.

Entre estas dos representaciones simplonas se debate el país.