Viajo a Viena, otra vez como huésped de su excelso festival de cine. Aprovecho el insomnio de la travesía para leer las dos novelas que Daniel Guebel acaba de publicar en Buenos Aires. Ella es flamante, mientras que La perla del emperador es una reedición del original aparecido en 1990. Con el tiempo, la prosa de Guebel se ha vuelto menos exuberante y su proyecto literario menos optimista, aunque más radical. Hace veinte años, Guebel escribía como si la literatura fuera el Capitán Flint y lo tuviera parado sobre su hombro soplándole alegres e intrincadas peripecias que se niegan unas a otras y se intercalan con falsas (o acaso verdaderas) glosas y digresiones filosóficas.
“El carácter de lo ocurrido, al disolver cualquier certeza, impedía la construcción de cualquier relato”, escribe Guebel en Ella, donde se nota que el impulso avasallante del joven escritor dispuesto a conquistar el mundo (de las letras) ha cedido el paso a otra manera de considerar las perplejidades que despierta la tarea del narrador. Si en La perla... los relatos se acumulan, se multiplican, se abandonan, en Ella se niegan y se enrarecen mientras que las desgracias se vuelven simples y definitivas. En el primer libro Guebel habla desde la literatura encarnada en la primera persona de su exótica protagonista; en el otro, como si la literatura se hubiera retirado de su intimidad y se alojara en esa mujer con la que se pueden tener relaciones carnales, a la que se puede desposar incluso, pero a la que nunca se termina de conquistar ni de entender aunque se la vigile día y noche.
El giro es notable y no sólo marca la maduración del autor, sino también una nueva dimensión en la escritura de Guebel quien, por otra parte, no ha perdido elegancia, pero ha disminuido el uso de palabras infrecuentes. Ella es un libro fundamental, que establece un doble horizonte para la literatura: por una parte, esta se fundamenta en la distancia que separa lo cotidiano de lo extraordinario y aún de lo maravilloso. Sin esos elementos sólo hay costumbrismo, en el mejor de los casos melodrama. La escritura necesita un aliento que la separe del oficio de escribir parecido a ese afán de iluminar la vida mediante una experiencia extrema que transforma a los dos hombres (o a ese hombre desdoblado) que cortejan a una mujer. Esa experiencia es escatológica y terrible, aunque individual y distinta. Los relatos –que no deben confundirse con aquellas historias a ser contadas con las que nos viven amenazando los sicarios del arte industrial– sólo pueden construirse a partir de un misterio inexpugnable: la tensión entre el deseo de conocer y la imposibilidad de concretarlo está en el corazón de toda literatura que se precie. En ese sentido, es paradigmático El caso Voynich, la penúltima novela de Guebel, que gira en torno a un manuscrito indescifrado. Pero el misterio de lo incognoscible en el plano de la ciencia no es distinto del que impide a Matías y a Julián acercarse al corazón de Josefina. En esas inquietudes, en esas carencias del sentimiento y la razón, se aloja la literatura.
Llego a Viena y entro en un cine donde dan Road to Nowhere, el primer largometraje en veinte años de Monte Hellman, cineasta americano maldito y genial. La narración tiene tantas capas que logra diluir la diferencia entre la supuesta historia policial en la que está basada, la filmación de esa misma historia y la película resultante. Hellman, como Guebel (que no entiende nada de cine), declara no sólo la imposibilidad, sino la inutilidad de un relato cerrado y construye una obra maestra. Road to Nowhere permite preguntarse por la naturaleza del cine, pero es también otra prueba de que las artes narrativas deben abandonar la costumbre de imitar esa superstición llamada realidad.