Filadelfia, junio de 1776. La noche es serena y densa. Entre millones de estrellas y grillos, sentado frente a una mesa en la galería de un caserón, un hombre escribe a la luz de un candelabro. Benjamin Franklin trabaja sobre un texto enviado por Thomas Jefferson.
Completa un párrafo que enumera algunos derechos inalienables. Escribe: “The right to the pursuit of happiness” (el derecho a la búsqueda de la felicidad). La frase queda incorporada en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica.
Años después, en noviembre de 1789, Mirabeau incluye una mención a “la felicidad de todos”, en el preámbulo a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
París, 10 de diciembre de 1948. La escasez, las otras marcas de la reciente guerra, la llovizna y el frío no hacen mella en el ánimo de unas cien personas que asisten a la Asamblea General de las Naciones Unidas: se acaba de votar y aprobar el texto de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Sus treinta artículos enuncian, sin titularla, la fórmula para que las sociedades de la posguerra alcancen la felicidad.
En lugar de evadir la cuestión teológica mencionando un “Ser Supremo” como los revolucionarios de 1789, Eleanor Roosevelt (viuda del presidente de los EE.UU.) y René Cassin, principales redactores de la Declaración, atendieron las reflexiones de otro miembro del comité de redacción, el chino Peng Chung Chang, quien sostuvo que no existe un solo tipo de realidad suprema y que la Declaración no debiera reflejar sólo ideas occidentales. Su razonamiento, entre otras opiniones de peso, derivaron en el hecho de que la Declaración no contenga referencia alguna a Dios.
Londres, marzo de 2014. The Economist, semanario liberal británico de severa observancia financiero-mercantil designa a Uruguay como el país del año 2014, al mismo tiempo que la cara del papa Francisco ocupa la tapa de la canónica revista Time y el Pontífice cosecha asombrosos porcentuales de popularidad mundial.
La atracción irresistible por su presencia, su decir, sus actos y su origen, se funden –en la red de asociaciones inevitables de nuestro orbe hiperconectado– con la atracción que despiertan los dichos y actos de José Mujica Cordano, presidente de la República Oriental del Uruguay.
Mujica, 15 años preso, seis heridas de bala, 80 años, dona el 87% de su sueldo a proyectos de vivienda para los sin techo y vive sobriamente en una chacrita de las afueras de Montevideo.
Se confiesa “ateo, pero no anticlerical” y afirma que “los gobernantes ya no mandan”; y también: “que no debemos pensar como países, sino como especie”.
En una esmerada nota que le dedica el diario español El País, el mandatario suelta algunas definiciones más que se engarzan bien con la realidad social e institucional uruguaya, incluyendo la propuesta y adopción de leyes que despenalizan el aborto, autorizan los matrimonios gays y permiten el consumo (regulado) de marihuana.
Por cierto, el mismo presidente reconoce algunas exageraciones del modelo uruguayo del “Estado de bienestar”, como cuando cuenta en tono socarrón que en el Teatro Solís (equivalente del Colón) tenían un empleado para subir el telón y otro para bajarlo. Pero son menudencias frente a datos como que el 50% de los movimientos bancarios del Uruguay son controlados por el Estado a través del Banco de la República.
Dice Mujica: “O gobernamos la globalización o la globalización nos gobernará a nosotros”.
Pero hay otro dicho que, viniendo de un hombre con su historia de dirigente tupamaro, preso y torturado a repetición, tiene –creemos– especial relieve. Mientras miran con el cronista español un árbol caído en las orillas del Río de la Plata que sobrevive con sus raíces aún aferradas a la tierra, murmura Mujica: “Parece mentira que no cuidemos la vida, que es un paréntesis; tenemos toda la eternidad para no ser”.
Si recorremos un listado de poderosos del mundo, probablemente, no encontremos declaración o definición política que se asemeje a la musitada por Mujica unos sábados atrás.
Jorge Bergoglio S.J. (Societas Jesu), por ser jesuita y por ser el primero en la historia al que los cardenales del mundo eligen Papa, sube al trono temporal, pastoral y espiritual católico cargando con la sospecha que siempre trató de disipar la Compañía de Jesús: ser portadora del virus cuasi herético de querer instaurar en la tierra –tan sólo fuera parcialmente– el reino celestial. Desde las misiones jesuíticas, pasando por el luminoso sincretismo de Teilhard de Chardin, hasta el padre Maximiliano Kolbe (prisionero Nº 16.670 de Auschwitz), muchísimos jesuitas recorrieron esa senda.
El caso de Kolbe es paradigmático porque elige ponerse la estrella de David amarilla en el pecho para salvar la vida a un judío y marchar en su lugar al campo de exterminio.
En la durísima obra de teatro El vicario del alemán Rolf Hochhuth, el personaje del jesuita Riccardo, en un diálogo con Pío XII, al reprocharle que calle frente a los horrores nazis, le espeta: “¡no hacer nada es tan malo como tomar parte!”. Y se coloca una estrella amarilla en el pecho antes de salir del despacho papal para no volver más.
En Argentina y en Uruguay, durante la década de los 70, varios jesuitas eligieron pasar a la lucha política desde la condición de laicos; Bergoglio no.
Hoy, sin tocar el dogma, sin modificar en nada la disciplina ni los deberes de la condición religiosa, sin ampliar ni un milímetro la letra de la doctrina, Bergoglio papa habla desde su entrega a la sencillez y la llaneza tratando de no ser ejemplo, sino testimonio de sí mismo, buscando quizá demostrar cómo es posible generar cambios sin lucha y sin violencia.
Poner al Hombre y a la Vida en primera fila es lo que une y hace semejantes a dos hombres, que han compartido y comparten tantas sinonimias, como han diferido y difieren en tantas opciones personales.
Los dos toman mate, aman el fútbol, son rioplatenses, no reverencian el consumo, cultivan una sobriedad vecina de la austeridad y toman distancias claras de la obediencia al dogma del “mercado”.
De origen vasco uno, italiano el otro, uno es socialista y el otro cristiano. A los dos los aproxima el tango, la lectura de los diarios acompañada de un café y el despertar durante muchos años en ciudades casi gemelas, prendidas a la costa del mismo, enorme río. Y haber vivido, durante las mismas décadas en que ocurrieron en Argentina y Uruguay, los hechos que entraron en la historia política y social de la memoria sudamericana.
Mujica y Bergoglio comparten idéntica compasión por los que sufren las penurias de la pobreza y la inequidad, y si bien proponen recetas de diferentes protocolos terapéuticos para sanar lo que parece insanable, los dos caminan por paralelas de idéntico rechazo a la versión “dura” del neoconservadurismo moderno, que fue acertadamente definido por John K. Galbraith cuando dijo que: “está comprometido con una de las excusas filosóficas más antiguas del hombre: la de buscar una justificación moral al egoísmo”.
Y es contra ese egoísmo que se elevan el verbo y la acción de estos dos dirigentes, uno en Lampedusa rezando por los africanos que no llegaron vivos a Europa en los botes de los “pasadores” chupasangre, el otro creando escuelas y una universidad agrícola ganadera gratuitas en el medio del campo.
Se dirá que Francisco y Mujica padecen de una misma utopía, como Tomás Moro, decapitado en 1535 por criticar la injusticia de la Inglaterra de Enrique VIII, quien publicó un libro que detallaba las leyes vigentes en una isla que llamó Utopía. Borges, en El Hacedor, dice en magistral doble paradoja: “La utopía sólo es visible para el ojo interior”.
Usando una abreviatura, la utopía resume todo lo que nos falta en nuestro breve paso por la vida, lo que Giordano Bruno llamó la justicia exigible. Y es ese sentimiento de vergüenza moral ante la injusticia y la desigualdad que impulsa a estos dos rioplatenses a proponer y –quizás sin querer– proponerse como voceros y agentes de un nuevo humanismo, uno que haga posible “la felicidad del pueblo”.
Y si bien es cierto que es difícil armar un elenco de heroicos triunfadores con un listado de utópicos, no es menos cierto que sin ellos toda humanidad y toda esperanza hubieran desaparecido hace tiempo del planeta.