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Dos segundos

Por Rafael Spregelburd

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Los festivales del mundo parecen desesperados por estirar los márgenes del teatro, como si les diera vergüenza ofrecer apenas obras hechas por humanos para humanos, y gustan de pensar en focos de discusión, mesas de debate, eventos multidisciplinarios, instalaciones en las calles, banners hechos de gente. No los juzgo; más bien no tengo ni idea de la cantidad de compromisos y de agendas que debe suponer organizar un festival de teatro.

Antes de partir hacia uno, me proponen ser parte de una investigación libérrima. El Festival de Santos, en Brasil, se llama “Miradas”, y a unos artistas se les ha ocurrido esta rara performance virtual: a los candidatos nos solicitan que filmemos con un teléfono o una cámara (con mi teléfono y mi pericia, a gatas se podría llamar un taxi) las imágenes que por algún motivo nos llamen la atención mientras preparamos el viaje y lo ejecutamos. La condición es que ninguna toma dure más de dos segundos. Prometo hacer la tarea y filmo a mi hijo, que me despide antes de partir. Son dos segundos de él saltando en un pelotero de plaza, pero sale siempre de espaldas y el fondo no se ve. ¿Es un castillo inflable, es el quinto infierno? Nadie lo sabría mirando esta toma.

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En Aeroparque pasan cosas similares. Ninguna toma de dos segundos es capaz de dar cuenta de lo que quiero grabar. El vuelo está demorado porque hay un piquete en La Lucila. ¿Es posible tal cosa? ¿Y dónde queda esa Lucila? Así que los pilotos, copilotos y tripulantes van llegando de a poco (¿qué hacían en La Lucila?) y cada vez que llega uno, la gente los aplaude. Filmo a brasileños que aplauden y nada de la anécdota es visible.
Estela Carlotto aparece en las pantallas en la apertura de un partido de River Plate, o al menos eso creo. Es digno de atención. Pero son dos segundos y la toma es fugaz, bizarra, poco clara.

Supongo que de esto se trata el ejercicio, tan fugaz como el propio teatro: es poco lo que podemos capturar del mundo. Los artistas planean poner estas secuencias una detrás de la otra, sin edición, y sospecho que la densidad de cada toma, de cada decisión de prender la cámara, de cada enfoque, quedará diluida en la mera velocidad, en el puro nudo que desconoce introducciones y desenlaces.

Supongo que el experimento es –efectivamente– hacer aparecer el infierno. Hasta las cosas más bellas, si duran sólo dos segundos, se convierten en ominosas, inquietantes, drogas mal suministradas. Espero poder contar en próximas columnas cómo nos ha ido con la prueba.