Asistimos con preocupación al declive manifiesto del uso de las comillas. No a su empleo con el fin de poner prudente distancia, según señaló David Viñas a propósito de Roberto Arlt, denunciando en él falsas empatías de lenguaje. Tampoco a su puesta de moda con el famoso gesto de los deditos, repudiado en su oportunidad por Fogwill como síntoma de otro declive: el del poder de resultar irónico por pura acidez verbal, o sea sin tener que valerse de esas ortopedias gestuales.
La crisis de las comillas responde en este caso a un aspecto más específico, a su función primordial podría decirse: el de la cita textual, esa que promete y garantiza la transcripción exacta de las palabras que fueron dichas, tal y como fueron dichas. Hoy por hoy, y más que nunca, existen los medios técnicos que tornan perfectamente posible la utopía del registro total. Y la cita fiel no ha perdido su prestigio en la sociedad, la prueba está en que los diarios siguen reservando secciones llamadas por caso “sic”, “textual” o “dixit”, lo que indica que se comprometen a reproducir declaraciones fidedignas.
No obstante, por estos días, no hay nada menos confiable que el empleo de las comillas en los medios de comunicación. Y no es que los lectores cuenten siempre con la posibilidad de cotejar lo transcripto con un testimonio directo o con una filmación integral, que luego los haga exclamar: “¡No dijo eso!”. Más bien se quedan desconcertados, irresolutos y perplejos, preguntándose: “Pero al final, ¿qué dijo?”, al cotejar las versiones que, siempre entrecomilladas, y aun en una misma página, no coinciden entre sí (se dan casos de divergencia triple: la declaración que se cita en el cuerpo del texto no es igual a la que se enuncia en el título de la nota, ni es igual a la que se transcribe en la sección de la literalidad).
La premisa que, a mi entender, preside este empleo de las comillas, es decir su declinación, no es otra que la siguiente: que da lo mismo una palabra que otra. Con lo cual, este declive resulta correlativo de otro: el declive de la literatura. No porque la literatura detente ambiciones documentales ni certificaciones empíricas. Sino porque la literatura es el dominio en el que nunca, por definición, una palabra dará lo mismo que otra. No existe ahí lo mismo pero dicho con otras palabras: si las palabras son otras, lo que se dice no es lo mismo.
¿Y si, al revés, fuera eso, justamente, lo que los medios informativos están tratando de darnos a entender? Que no es posible decir lo mismo nunca, que no hay forma de repetir sin producir diferencia. Que la misma frase, repetida tres veces, no podrá ser sino tres frases. Por no hablar de la costumbre de formular una pregunta y, si el entrevistado asiente, la pregunta se convierte en afirmación y en frase textual dicha por él. Las comillas vienen a probar así que no hay mejor literalidad que la completamente inventada.