La cifra despeja dudas: el 4,1% de aumento del IPC en abril pasado, mostró claramente que la principal preocupación del Gobierno debería ser la inflación. No por convicción sino porque en un año electoral, es la demanda más urgente en materia económica por parte del electorado que en 4 meses irá a las urnas.
La gravedad de la situación no es sólo por una cifra que arroja 46% contra el mismo mes del año pasado (cuando la fase 1 de las cuarentenas cerro muchas actividades, sino también porque a medida que avance el año, esa medición irá pasando del 50% y si nada cambia, pasaría el 60%. La respuesta que ofrecía el ministro de Economía cuando debía defender un presupuesto que para 2021 proyectaba una inflación del 29% era que la inercia hacía difícil bajarla en los primeros meses del año pero que a partir de mayo (este mes) se apreciaría una baja sustancial. El tiempo pasó, nada indica que las usinas inflacionarias estén apagadas y el costo de dicha apuesta es que al menos tres focos de propagación de los precios están siendo trabajados para que no arrojen más nafta sobre el fuego: las tarifas públicas, el dólar y los salarios.
Los servicios públicos fueron los que menos subieron en el año largo de pandemia. Incluso en el mes de abril, estuvieron en el fondo de la tabla (Comunicación, por ejemplo, fue de sólo el 0,5%). Por eso, la necesidad de amortiguar el costo fiscal de la compensación a las empresas proveedoras mediante subsidios que terminan impactando en el gasto público. En 2014 llegó a superar el 4,5% del PBI, bajó luego a 1,8% en pleno tarifazo macrista y luego de los congelamientos a partir de 2019 recuperaron parcialmente el rol de protagonistas del agujero negro fiscal. Ese impacto se da sobre todo en los servicios de gas y electricidad en el AMBA y en el transporte público de pasajeros en las grandes ciudades. El resto de las jurisdicciones tienen un mosaico de precios y subsidios, aún cuando, como en el caso de la energía eléctrica, todos compran al mismo mayorista oficial, CAMMESA.
Otro foco controlado es el dólar oficial: a partir de octubre pasado aceleró su devaluación para achicar la brecha con los tipos “financieros” pero a partir de febrero, nuevamente fue subiendo debajo de la inflación. Como el Banco Central realiza operaciones de mercado poniendo techo al dólar financiero que había subido mucho, el costo de la maniobra es aumentar el endeudamiento y no promover el crecimiento de las reservas de libre disponibilidad. La contrapartida a este cepo es el control sobre drenaje de divisas para importación que dificulta la cadena de producción y produce escaseces en alguno de sus eslabones.
Por último, la novedad de un año impar fue el techo puesto a las grandes paritarias para que, a contramano de lo anunciado, no suban más que la inflación este año para no realimentarla. Claro que, si se compara con el año pasado, podría darse de algún caso que haya superado el milagroso 36% que calculó el INDEC para todo 2020. Pero difícilmente podrán ganarles a precios que hoy “viajan” a una velocidad de 60% anual y que probablemente terminen proyectando una inflación de más del 50% para todo el año.
Estos tres factores continuarán acumulando distorsiones durante estos meses a la espera que un sinceramiento postelectoral ayude a corregir otro problema conexo a los controles y la aceleración de la inflación: la distorsión de precios relativos. Y es probable, que si el equipo que lidera Marco Lavagna resiste las sugerencias que algún francotirador dialéctico hará para conciliar las estimaciones oficiales, se intensifiquen los cupos de exportación, los precios super cuidados, el goteo de autorizaciones para aumentar y todo lo que haga retrasar lo inevitable: un golpe inflacionario que acomode los desequilibrios sectoriales y ponga el contador nuevamente en cero. El fragor de la campaña tapa el problema de fondo, pero este emergerá cuando haya que atender lo que fe pateándose para más adelante: deuda, déficit, empleo, inflación. Mientras tanto, “lo vamos viendo”.