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E-books y calzoncillos largos

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No quiero dejar pasar la ocasión sin expresar mi profunda desazón porque el cardenal Jorge Bergoglio eligió el nombre Francisco en vez de Diego. Diego II hubiera sido justo y necesario. Tal vez no del todo necesario, pero sin duda justo. Dicho lo cual paso a ocuparme de otra cosa.

No voy a entrar en la discusión a esta altura anacrónica de si el e-book es o no preferible al libro impreso, en primer lugar porque no creo que mi opinión le interese a alguien (ni siquiera a mí me interesa mi opinión, así que imagínense al resto), y en segundo lugar porque resulta tan bizantina como discutir si es preferible el ascensor a la escalera o la pasta de sémola al huevo. Los perros y los gatos. El tiramisú o la sopa inglesa. Tonterías. Lo que tengo intenciones de exponer y desterrar para siempre es la postura por el no al e-book que hace sentir excéntrico a quien la sostiene. No, señoras y señores. Como quien en estos tiempos se niega a tener televisión en su casa o usar el teléfono celular, quien reniega del e-book no hace más que parecer un tarado, no un excéntrico.

Supongo que en el mercado de la higiene femenina habrá pasado algo parecido cuando en 1929 apareció el tampón. Pero lo cierto es que había sido inventado mucho antes: Hipócrates, en el año 500 aC, ya había inventado un primer mecanismo parecido al tampón y se dedicó a fomentar su uso. Estaba hecho de gasa de hilo enrollado a un trozo de madera liviana. Luego los tampones se hicieron de papiro ablandado, y estaban reservados para las mujeres de clases altas en Egipto, Asiria y Babilonia. Las mujeres de clases populares usaban caña acuática suavizada.

En otros lugares del mundo los tampones se improvisaban con el material de que dispusieran las mujeres de cada región. En Roma se usaba lana; en Japón, papel; en Indonesia, fibras vegetales. Si hoy apareciera una mujer empecinada en desechar los tampones que conocemos y prefiriera usar tampones hechos con papiro, seguramente la tildarían de loca.

El tiempo pasa. Las cosas cambian. El libro no está cambiando: ya cambió. Lo anticipó Marshall McLuhan en la década del 60. Tendrían que haber estado preparados. Y aun así toda esta discusión carece de importancia. Porque suponiendo que no hubiesen estado preparados, suponiendo que fueran tan distraídos que se les hubiera pasado por alto leer a Marshall McLuhan, aferrarse a lo ya conocido y familiar, a lo que nos acompañó durante toda la vida, suena tan triste como si un hombre se empeñara en seguir usando calzoncillos largos en invierno o una mujer bombachones como los que usa la reina Isabel de Inglaterra. Lo que es un hecho es que alguien puede usar, si quiere, calzoncillos largos o bombachones, pero sólo a un loco se le ocurriría que eso es signo de excentricidad. Uno es libre de ponerse lo que quiera, pero hay cosas que deberían mantenerse en secreto.

Y dejen de apelar a lo sensible, al olor que exudan los libros, porque eso no hace más que recalcar que están refiriéndose a libros impresos hace cincuenta años. El olor que emanan hoy los libros repugna, es una mezcla de amoníaco mezclado con el olor que sale de una llanta usada, rota. Sigan con eso, si quieren. Pero, por favor, que nadie se entere.