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Ecos lejanos

Demasiado poco se habla de Virgilio Piñera en términos políticos. Hay allí consecuencias políticas sobre las que no debemos nunca dejar de pensar.

11-10-2020-Perfil logo
. | CEDOC PERFIL

Mientras escucho Intergalactic, de Beastie Boys (hacía años que no la escuchaba) me dio por salir a caminar por la calle 14 de Julio, la calle en honor a la revolución. Además de Francia, no son demasiados los países que tuvieron una revolución: México, Rusia, China, Cuba, y algunos pocos más que ahora se me escapan de la memoria. Pienso en el DF, en esas calles o estaciones de subte que se llaman Niños Héroes, Insurgentes, División del Norte, ¿el efecto es ya irremediablemente kitsch, o aún perdura el eco, el eco de un eco de un corte radical, el eco de una densidad histórica vuelta eso, eco, llamada casi inaudible? También puede formularse la pregunta inversa: ¿cómo es vivir en un país en el que nunca hubo una revolución? 

Nosotros tenemos esa experiencia. El eco de los muertos de nuestras calles proviene de otras catástrofes, otras violencias, otras tragedias. ¿Por qué razón la vanguardia estética es para mí un fantasma, algo que está muerto, pero con el que, de alguna forma se puede hablar, se puede dialogar; algo que puede volver de la muerte para decirnos algo intenso si lo sabemos escuchar y, a la inversa, la revolución, la revolución con categoría política, se me hace algo aún más lejano? Lejano como modo de toma del poder. No como necesidad. No como reconocimiento de que las causas que provocaron las revoluciones no solo permanecen, sino que se acrecentaron. Y aun ante el reconocimiento de esa condición, ¿por qué la revolución se me hace algo del pasado con el que ya no es posible dialogar? ¿En qué nombres pienso? Cuando digo revolución cubana, ¿pienso en Virgilio Piñera? ¿En su larga vida de proscripción y oprobio? 

Demasiado poco se habla de Piñera en términos políticos. Hay allí consecuencias políticas sobre las que no debemos nunca dejar de pensar.  

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Vuelvo a los libros, que es lo mío. Y recuerdo ahora uno sobre el que vuelvo muy seguido: 1789. Los emblemas de la razón, de Jean Starobinski (Taurus, Barcelona, 1988), un sutil recorrido por el arte y la cultura europea circa 1789: Goya retratando la gran nevada del invierno de 1788-89, el Mozart de Cosí fan tutte (1790), y por supuesto Marat assassiné (1793), de David, capítulo que cierra con la frase más bella del libro: “El Marat asesinado, ‘pietà jacobina’, enuncia de manera magnifica la soledad fúnebre, para transmutarla en comunión según el imperativo universal del Terror y la Virtud”. Avanzado el texto, o mejor dicho, casi el final, Starobinski propone leer a la Crítica del jucio de Kant (1790), es decir, a la fascinación por lo sublime, bajo el par “horror y sublime”, lo uno nunca sin lo otro, como un modo de desconfiar de esas primeras obras maestras de la pintura sublime (los cuadros de Kaspar Wolf, por ejemplo) en tanto, “suponen de parte del espectador un sentimiento de seguridad”, para volver a su defensa de Goya en quien, precisamente, “lo sublime no podría pensarse sin la llegada del horror”. 

Con el libro de Jean Staronbinski bajo el brazo, salgo a la calle. Camino dos cuadras hasta una plaza, precisamente en la calle 14 de Julio, en una zona difusa entre Colegiales y Villa Ortúzar. ¿Qué ecos nos trae esa calle? No lo sabemos. Por momentos, parece haberse perdido todo lazo con el pasado. El eterno presente –roto con el pasado, sin futuro a la vista– es el modo en que padecemos hoy la catástrofe.