Todos sabemos qué implica esa expresión. Al culminar el año académico, quienes no aprueban las materias en la educación obligatoria cuentan con exámenes en diciembre y en marzo, antes del inicio del ciclo lectivo siguiente. Es en ese momento en el que nos encontramos, un tiempo preciso para realizar balances y poder encarar lo que viene.
La situación educativa no es buena y nos pone en el desafío de saber que nos vamos a marzo, pero con la posibilidad de mejorar y pasar del aplazo a la aprobación.
¿Por qué nos vamos a marzo? Los datos son contundentes: informes oficiales, nacionales e internacionales de retroceso en la escolaridad –situación impensada en años anteriores–, baja de la calidad según las pruebas ERCE de Unesco, presupuestos a la baja, tardía reacción en buscar al estudiantado con poco contacto escolar, las proyecciones de abandono del ciclo 2020-2021, anuncios incumplidos de propuestas de nueva legislación de educación superior, entre otras consideraciones más puntuales que el sistema educativo puertas adentro asume como realidades, por lo menos mejorables.
Asumidas o no, esas situaciones deficitarias son reconocidas por los niveles educativos superiores, que son los primeros en notarlas; las familias que, desde la pandemia, por la acción de asociaciones de madres y padres, contribuyeron seriamente a hacer visibles realidades de la educación real; los sectores productivos y hasta el propio Estado en sus diferentes niveles, en las dificultades de cobertura de cargos o bien en la necesidad de impulsar procesos de formación interna ante el problema de no contar con personas con capacidades para el desempeño profesional o laboral; lo más grave es que estas situaciones se dan incluso mediando titulaciones.
Buena parte de la sociedad no estima suficiente la formación realmente recibida detrás de una titulación del nivel secundario, superior o universitario y espera o exige educación extra, experiencia, etc. Todo un conjunto de requisitos que afecta a la educación formal y sus certificaciones, pero en especial a las personas jóvenes, que aun certificadas carecen justamente de educación suficiente o experiencia previa para acceder fácilmente a educación superior o al empleo.
Para completar el cuadro, según el Indec, la niñez, adolescencias y juventudes son las más afectadas por la pobreza, de modo que la falta de educación, de buena parte de la juventud, les quita oportunidades, mientras que la educación de baja calidad restringe posibilidades reales de inserción, reproduciendo un círculo vicioso de inequidades sociales.
La política, sin distinciones, tomó nota de ello; de pronto la educación apareció en las encuestas y obligó a candidatos a tener posturas, por ejemplo, sobre la vuelta a la presencialidad. No es casual que uno de los cambios de gabinete nacional, con posterioridad a las PASO, haya sido justamente el del ministro de Educación, situación que se repitió en varias provincias, incluida Buenos Aires.
Los recambios producidos en los Ejecutivos, y el Legislativo, con la incorporación de referentes educativos al Parlamento, exigen sostener la educación en el tapete de la discusión social, siendo necesarios cambios, no solo en las personas, sino también en las políticas, gestiones y resultados. De lo contario, quedamos presos de un gatopardismo educativo que prolonga innecesariamente un sistema que no funciona como debe.
Esto tiene que provocar puntos de encuentro entre las gestiones educativas a nivel nacional y provinciales, y las demandas del contexto social generado por la pandemia, que incorporan a la agenda educativa cuestiones que van más allá de la eterna y anualmente recurrente discusión salarial o presupuestaria –ni remotamente saldada–, pero que exige ser complementada con temas de revinculación, calidad e innovación, como bases de amplios acuerdos sin imposiciones, que contemplen cambios que atiendan inmediatamente problemas graves y consideren en mediano y largo plazo transformaciones profundas.
Tenemos un tiempo por delante que nos obliga a reconsiderar posiciones, modificar situaciones, generar ámbitos de diálogo para revertir, un proceso de deterioro permanente de la educación argentina, y como hace el estudiantado antes de dar los finales en marzo: aprender y recuperar tiempo perdido en cosas estériles para ser aprobados.
*Miembro del Consejo de Gobierno de Unesco-Iesalc.