En los últimos años, ha habido muchos momentos en los que diferentes sociedades han decidido de pronto que ya estaban hartas y han querido expresarlo abiertamente, desafiando todas las previsiones de expertos y analistas. Entre ellos se incluyen desde la Primavera Arabe (con su particular reguero de tragedias, traiciones, etcétera) hasta el llamado “movimiento de las plazas” en Europa (donde los manifestantes ocuparon el centro de diversas ciudades durante meses), pasando por Occupy Wall Street y los movimientos estudiantiles en Chile y Quebec.
El periodista mexicano Luis Hernández Navarro se ha referido a esos raros momentos políticos en los que el cinismo parece derretirse con sólo tocarlo como la “efervescencia de la rebelión”.
Lo más llamativo de estos vuelcos, durante los que las sociedades se ven engullidas por la demanda de un cambio transformador, es que muy a menudo cogen a todos los observadores por sorpresa, pero especialmente a los propios organizadores de esos movimientos.
Es una historia que ya he oído contar muchas veces: “El día antes, estábamos sólo mis amigos y yo, soñando con planes imposibles, y al día siguiente, todo el país parecía estar allí, en la plaza, junto a nosotros”. Y la sorpresa de verdad, para todos los implicados, es que nos damos
cuenta de que somos muchos más de los que nos habían dicho que éramos; que anhelamos más y que, en ese anhelo, estamos más acompañados de lo que jamás habíamos imaginado.
Nadie sabe cuándo surgirá el próximo momento de efervescencia de ese tipo, ni si vendrá precipitado por una crisis económica, por otro desastre natural o por algún escándalo político.
Lo que sí sabemos es que, desgraciadamente, en un mundo que se calienta año tras año, no faltarán los desencadenantes potenciales. Sivan Kartha, científico titular del Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo,
lo plantea así: “Lo que hoy nos parece políticamente realista puede tener muy poco que ver con lo que nos parezca políticamente realista después de que unos cuantos huracanes Katrina, ‘supertormentas’ Sandy y tifones Bopha más nos hayan azotado”.
Es verdad. El mundo tiende a parecernos diferente cuando los objetos y pertenencias que nos ha costado toda una vida acumular son arrastrados de pronto por la corriente de una riada, calle abajo, o convertidos en pedazos y reducidos a escombros y basura.
Tampoco el mundo actual se parece mucho al de finales de la década de 1980. El cambio climático, como hemos visto, saltó a la agenda pública en un ambiente de apoteosis del liberalismo económico y de triunfalismo de quienes anunciaban el “fin de la historia”: un momento ciertamente inoportuno. Pero se ha convertido en un asunto de vida o muerte en una coyuntura histórica muy distinta. Muchas de las barreras que paralizaron entonces una respuesta seria a la crisis están hoy sensiblemente desgastadas.
La ideología del libre mercado ha quedado desacreditada tras décadas de desigualdad y corrupción crecientes, que le han restado buena parte de su anterior poder persuasivo (aunque no de su poder político y económico). Y las diversas formas de pensamiento mágico en las que tantas (y muy preciosas) energías se habían malgastado –desde la fe ciega en los milagros tecnológicos hasta el culto a los multimillonarios benevolentes– también están perdiendo su anterior influjo con bastante rapidez.
Poco a poco, somos muchos los que vamos cayendo en la cuenta de que nadie va a venir a salvarnos de esta crisis y de que, para que se produzca algún cambio, el liderazgo tendrá que brotar desde abajo, desde las propias bases de la sociedad.
Por otro lado, también estamos significativamente menos aislados los unos de los otros de lo que estábamos incluso hace tan sólo una década. Las nuevas estructuras edificadas sobre los escombros del neoliberalismo –los medios sociales, las cooperativas de trabajadores, los mercados de
frutas y hortalizas directas del productor, los bancos locales de bienes compartidos, etcétera– nos han ayudado a encontrar comunidades donde hasta hace poco no existía nada más que la fragmentación característica de la vida posmoderna. De hecho, gracias en particular a los medios sociales, muchísimos de nosotros participamos continuamente en una conversación global cacofónica que, por exasperante que pueda resultar en ocasiones, carece de precedentes comparables en cuanto a su alcance y su poder.
En vista de todos estos factores, no cabe duda de que la próxima crisis nos llevará de nuevo a las calles y a las plazas, lo que volverá a cogernos a todos por sorpresa.
La verdadera pregunta que cabe formularse es qué harán las fuerzas progresistas con ese momento, y con qué poder y confianza lo aprovecharán. Porque esos momentos en los que lo imposible de pronto parece posible son muy raros y preciosos. Eso significa que debemos sacarles el mayor partido posible.
La próxima vez que surja uno de ellos, no sólo debe utilizarse para denunciar lo mal que está el mundo y para acotar unos fugaces espacios liberados en el centro de las grandes ciudades, sino que debe ser el catalizador que facilite la reacción que nos conduzca a construir realmente el mundo en el que todos podamos estar seguros. Hay demasiado en juego –y es muy poco el tiempo que nos queda– como para que nos conformemos con menos.
Hace un año, mientras cenaba con unos amigos que acababa de conocer en Atenas, les pedí ideas sobre posibles preguntas para una entrevista que iba a hacerle a Alexis Tsipras, el joven líder del principal partido de la oposición oficial griega y una de las pocas fuentes de esperanza en una Europa asolada por la austeridad.
Alguien sugirió: “Pregúntale: ‘La historia ha llamado a tu puerta; ¿has atendido a la llamada?’”.
Esa es una buena pregunta. Para todos nosotros.
*Periodista.
Fragmento del libro Esto lo cambia todo, Editorial Paidós.