El modelo económico de Cambiemos es claro: su rumbo queda confirmado en el Presupuesto 2018, presentado la semana pasada. Para el gobierno nacional, las inversiones son la clave del desarrollo. “Sin inversión no hay crecimiento, sin crecimiento no hay trabajo, y sólo generando trabajo podremos eliminar la pobreza”, reza como un mantra al inicio del mensaje con el cual envía el Presupuesto al Congreso.
Esta visión no es inocente: por un lado, reconoce y corrige una debilidad del modelo económico que impulsó el kirchnerismo –la escasa expansión de la oferta, que, junto a las restricciones a la importación, derivaba en presión inflacionaria–. Por otro, implica que el sector privado sea el que tome el control de este proceso. Para incentivar la inversión se apela al incomprobable “clima de negocios”. Desde el sector financiero hasta el agropecuario implementaron acuerdos laborales, menores controles, desregulación de tasas de interés, reducción de impuestos o blanqueos de evasiones pasadas, apuntando a espolonear la ganancia privada –fundamento de cualquier decisión empresarial–. Inicialmente, el modelo chocó con un problema opuesto al del modelo K: el menor nivel de consumo y gasto público implicó que no hubiera demanda suficiente para incentivar inversiones.
Por ende, el año electoral obligó al Estado a rever temporalmente su política de reducir el rol del Estado en la economía. La obra pública motorizó la mejora del empleo en muchas localidades de todo el país, siempre clave para el buen desempeño electoral del oficialismo. No obstante, pasadas las elecciones retorna la tendencia. Entre 2018 y 2021 el gobierno nacional prevé que el PBI se incremente 14,8%, impulsado por la inversión (43,6% de suba real), las exportaciones (24,7%, traccionadas por la producción primaria) y el consumo (12,5%). Pero el gasto público para estos próximos cuatro años sólo se incrementaría un 2,6%. De cumplirse esta esperanza del Gobierno, la inversión pasaría a representar el 25,5% del PBI (hoy ronda el 20%, poco para un crecimiento sustentable) y el gasto público reduciría su participación del 14% actual al 12%.
La moderación estatal se verá ya desde 2018 en reducciones en energía y transporte (por la quita de subsidios) y áreas productivas (industria, comercio, agricultura). Cambiemos ya desreguló los sectores tradicionalmente “ganadores” en Argentina: agropecuario, minero, hidrocarburífero, energías renovables, construcción, inmobiliario y financiero. El pensamiento liberal es claro: ahora sólo resta dejar hacer al sector privado. Pero estos sectores ganadores utilizan escasa fuerza de trabajo y en cambio sí explotan muy intensivamente los recursos naturales del suelo y el subsuelo de nuestro país. Para las consecuencias sociales y ambientales no se proponen políticas públicas acordes. En definitiva, el Estado reniega de impulsar cualquier plan integral para el desarrollo productivo a largo plazo.
La emisión de nueva deuda pública continuará: en 2018 será de $ 900 mil millones –el 40%, en divisas extranjeras– y su peso continuará aumentando significativamente (hasta 2020, si se cumplen los planes de Cambiemos). La deuda es necesaria para financiar dos problemas graves de la economía argentina.
Desafíos. El primer problema es el déficit. De acuerdo con el Instituto de Trabajo y Economía Germán Abdala, el déficit primario apenas se reduce del 2,3% del PBI en 2016 al 2,2% en 2018 –más allá del maquillaje de las cuentas públicas que haga el Ministerio de Hacienda–. Para el Gobierno, la deuda pública es necesaria (durante esta etapa de transición al equilibrio fiscal) para financiar ese indómito rojo financiero, una solución válida en el corto plazo. Pero se corre el riesgo de que eventualmente el aumento del peso de los intereses de la deuda genere presiones para reducir otras partidas.
En segundo lugar, la deuda calma también la necesidad de divisas. En 2017 se prevé un déficit comercial de US$ 4.500 millones, que se agravará hasta US$ 7.600 millones en 2021. ¿De dónde saldrán los dólares para pagar esas importaciones? Hasta aquí, en 2016-2017 el sector privado usó (para importar, girar ganancias y fugar capitales) las divisas que el Estado ingresaba al país con su toma de deuda pública externa. El Gobierno apuesta a que en un futuro las divisas provengan de la inversión extranjera directa: pero en un país con una estructura productiva desequilibrada y una productividad sustancialmente inferior a la de los países centrales, la inversión no ingresa eternamente. El reducido mercado interno y la falta de políticas públicas para dar un salto de productividad que le permita competir en los mercados mundiales eventualmente cortarán también ese flujo.
La inflación, el otro problema clave de la economía, también está demostrando ser difícil de domar. En 2018 el Gobierno espera reducirla a 15,7%. Sin embargo, con una tasa de devaluación del 15,6%, los aumentos de tarifas ya programados y las necesarias negociaciones paritarias, ese número seguramente sea el piso que pueda alcanzar. El proceso de desinflación sin dudas será más largo y arduo de lo que Cambiemos esperó inicialmente.
Mientras tanto, la realidad social no puede esperar. La pobreza continúa afectando a un tercio de la población; y aunque la pobreza en Argentina está fuertemente feminizada, en el mensaje del Presupuesto no se observa ninguna preocupación de género. Apenas se menciona a las mujeres o a las víctimas de violencia de género como potenciales beneficiarias de asistencia social, y tampoco se expresa ni una palabra respecto de los femicidios o la violencia de género. El elevado desempleo también es una urgencia que difícilmente pueda demorarse.
El modelo económico de Cambiemos es claro. Es una apuesta a la inversión privada y a la reducción del rol del Estado en la coordinación y planificación del desarrollo socioeconómico. Mientras tanto, aplica algunas políticas mínimas necesarias para intentar contener los riesgos de la precarización de las condiciones de trabajo y de vida de la población y de una futura restricción de divisas, los dos problemas endémicos de la economía argentina en su historia económica