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El agua de la memoria

La semana pasada publiqué una pequeña estampa detenida en algunos recuerdos de mi infancia.

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La semana pasada publiqué una pequeña estampa detenida en algunos recuerdos de mi infancia. Un lector tuvo la amabilidad de postear que aquellos párrafos no recibirían ningún comentario. Esa formulación era paradojal, porque ella misma se desmentía. De todos modos, su humorada me invita a continuar.

La casa de mis abuelos paternos, en Villa Lynch, era la típica vieja casa chorizo. En aquellas épocas era natural preservar las pocas cosas que se poseyeran (heladera con barra de hielo, mesas y sillas que duraban décadas, alacena con tejido de alambre para guardar el pan). La creencia en el ascenso social obraba de manera muy distinta respecto del mito hollywoodense del emprendedor iluminado que sale de la nada y juega sus billones para sacar su tajada (que luego pagará el promedio de la población). O en todo caso, eran pequeñas mejorías en el curso difícil de la vida. En aquella casa se bombeaba agua de pozo. Recuerdo que apenas tuve fuerzas para hacerlo yo me colgaba de la dura palanca o manivela metálica para conseguir llenar los baldes o las cacerolas. El agua salía de a tirones, con los gargarismos de un gargajeo, impulsada por la presión. Era duro bombear durante los inviernos en el patio descubierto. Con la plata de su primer sueldo, mi tío Benjamín compró una bomba que, apenas encendida, la extraía de manera fácil, automática, con el ruido de un trabajo mecánico que suprimía otro, manual. ¡El orgullo de mi abuela! También había un tanque de cemento que recogía el agua de lluvia. No era agua de beber: mezclada con ceniza, se suavizaba y, no recuerdo si mi padre (ya hombre casado, obviamente), pero tanto mi tío Coco como mi tío Benjamín pasaban el peine fino por la superficie y usaban esa agua para peinarse antes de salir. En aquellas épocas, el pelo natural y brillante y sedoso, lacio, con el jopo adecuado, era sinónimo de elegancia en el varón que apostaba a la conquista sentimental.