COLUMNISTAS

El amigo iraní

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Este año me tocó ser jurado de la Competencia Internacional del Bafici. Dentro de una selección bastante pobre se destacaron Mauro, una película argentina dirigida por Hernán Roselli, y dos películas de cineastas iraníes, aunque ninguna pertenece a la cinematografía oficial, signada hoy por la persecución (Jafar Panahi sigue bajo prisión domiciliaria, Rafi Pitts no puede volver al país). A veces ocurre durante las discusiones de los jurados que una película determinada opaca a otra con la que comparte una determinada característica (en este caso la procedencia) se lleva los premios y la otra se queda sin nada. Así fue como Fifi aúlla de felicidad, de Mitra Farahani, retrato de un misterioso y excéntrico artista, se llevó el premio mayor (y también el premio del público) mientras que Iraní y su director Mehran Tamadon se quedaron en blanco.

Conversé con Tamadon durante el festival y me pareció, además de un buen cineasta, un caso extraordinario. La película es la crónica de un suceso extravagante: Tamadon, iraní ateo y contrario al régimen islámico, se reúne en una casa de las afueras de Teherán con cuatro defensores del oficialismo y les propone discutir durante un fin de semana el modo de construir un país en el que alguien como él, que no comparte las creencias de la mayoría, pueda tener un lugar y no tenga que vivir en Francia. Dado que los jomeinistas declaran que el islam es una religión tolerante e Irán un país en el que todos tienen derecho a vivir según sus convicciones, Tamadon –defendiendo su derecho a ser iraní como proclama el título de la película– les pregunta cómo es posible que todas las mujeres deban ir cubiertas y la música sea sometida a una censura estricta. Sus contertulios le contestan amablemente que esas cosas ofenden su sensibilidad religiosa y, dado que hace treinta años un plebiscito dictaminó que Irán sería una república islámica, así debe ser. El argumento suena familiar: “Si no te gusta, ganá las elecciones”.

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Le pregunté a Tamadon si no creía que su empresa era inútil, dado que los islamistas tenían el poder y estaban dispuestos a hacerlo valer en cada caso, de modo que el diálogo se convertía en una formalidad. Pero Tamadon me contestó un par de cosas interesantes. Una fue que había que distinguir claramente su empresa de aquellos que piensan el diálogo político como el acto de encontrar algo bueno en la democracia y algo bueno en la dictadura. El cree en cambio, en otra cosa: en el poder de la palabra y en la necesidad de seguir diciendo lo que cree justo, aun delante de los injustos.

En ese sentido, piensa que como los musulmanes creen en la palabra, hay que seguir rodeándolos con ella. También me dijo que el ejercicio le permitía entender sus propias debilidades y que el acto de seguir hablando hasta el final lo llevaba a preguntarse por su vigencia en otros contextos históricos. Incluso por la posibilidad de que un judío interrogara a un nazi en 1942. En ese sentido, confesó que su próximo objetivo era intentar hablar con los talibanes afganos, mucho más radicalizados y primitivos que sus compatriotas. Para prepararse, Tamadon se pasó el Bafici leyendo El pensamiento cautivo, de Czeslaw Milosz, fenomenología de la mente atrapada por el totalitarismo. Desde aquí le deseamos la mayor de las suertes.