Para estas fechas en que la gente se reúne por las malditas fiestas, o es un cohete que estalla a lo lejos, ruidos de brindis o alguien que grita en una esquina, y entonces pienso en Michel Lapudre. Lo conocí hace muchos años cuando él trabajaba en una pequeña librería al lado de la facultad donde yo estudiaba.
Tenía el pelo enrulado, usaba casi siempre una musculosa roja y andaba siempre en ojotas. Con el tiempo, se volvió casi un metrosexual: vaqueros ajustados, chupines, remeras o camisas negras, zapatos italianos, pero mantuvo siempre su cualidad esencial: partir en pedazos las fiestas donde llegaba, los cumpleaños, las reuniones veraniegas, de consorcio, los aniversarios.
Michel Lapudre —todos lo conocemos— es una celebridad que pasa de boca en boca cuando uno no está presente en sus perfomances, y que nos deja alelados cuando las presenciamos en vivo. Si va a una casa de pintores, por ejemplo, habla mal de la pintura a la que considera una actividad cursi. Y ni hablar de los poetas, cuyos recitales ha demolido con risas jocosas en medio de recitados tenues. Los cantautores acústicos también lo padecieron. Michel Lapudre los llama, de manera genial, cansautores.
Si está rodeado de conservadores, se vuelve un trosco acérrimo, si está con los hippies, es un republicano de ley. Maneja un nihilismo feroz o es un sentimental redomado. Como a Lionel Messi, es muy difícil marcarlo. Y en un segundo de inspiración, te hace un desastre. En cualquier reunión o fiesta Gancia en torno a una pileta, está y estará Michel con su poderoso misil para poner las cosas en su lugar.
Hace poco, me contaron, cayó en una quinta donde se aglutinan kirchneristas para darse máquina y pasar el verano festejando la década ganada y Michel, rápidamente, se las cambió por una década granada: volaron en pedazos. Michel, un amigo que te quiere bien.