“Muchas veces, las cosas no se le dan al que las merece más, sino al que sabe pedirlas con insistencia”
Arthur Schopenhauer (1788-1860)
Antes de cerrar cualquier contrato, los empresarios japoneses invitan a jugar al golf o al tenis con sus futuros socios o clientes. No es tanto por cortesía, espíritu lúdico o frivolidad. Al contrario, lo que buscan es información, ver cómo reacciona un hombre en medio de la competencia antes de descubrir demasiado tarde que se trata de un lobo con piel de cordero. Es la ley de ciertas situaciones límites. Uno es como juega. Haciendo el amor, en un naufragio o en competencia deportiva. El presidente Menem, alguna vez, enojado por un fallo que consideró injusto contra su equipo, echó al árbitro en unos de esos partidos que le gustaba jugar con ex jugadores y amigos en los primeros meses de su mandato. La razón se impone: “Un tipo que cambia al referí en un partido, después te cambia la Corte Suprema”. Menem lo hizo. Después, cada vez que pegaba un swing con su palo de golf, hacían que los hoyos persiguieran a sus pelotitas.
Lo ignoro todo sobre el rugby, pero en los demás deportes el buen uso de la fuerza física es apenas un ingrediente más. Sobre todo en el boxeo, más allá de lo que pueda pensar la mayoría. Existe una especie de round cero, que es cuando los boxeadores van al centro. Nadie escucha las obvias instrucciones del árbitro, en ese momento el tema es quién mantiene la mirada y quién la rehuye: un dato esencial a la hora de que suene la campana. El tema es tan serio que algunos boxeadores miran hacia el piso o hacia las luces, bien arriba, para ni siquiera enterarse de quién tienen adelante. No es cobardía ni esquizofrenia: es saber que hay golpes que pueden ganar una pelea sin ser jamás lanzados.
Nino Benvenutti supo cuán perturbadora era la mirada de Carlos Monzón a la hora del pesaje, antes de la pelea del 7 noviembre de 1970, en Roma. Había llegado tarde, seguido por una nube de periodistas que le preguntaban por su próxima película, esos western spaguetti, que se filmaban en Cinecittà. Necesitaba un rival fácil y Lectoure sugirió a Monzón: lo vendió como “una palomita”. Tan confiado estaba Benvenutti que antes de subir a la báscula le palmeó la cola, canchero. “¡Ciao, Carlo!”, le dijo y ahí nomás la mirada de Monzón se clavó entre sus ojos. Un frío invadió su estómago. “Esta noche te mato”, le susurró. Fue nocaut, una derecha asesina. Para la revancha, convencido de que todo era consecuencia del mal entrenamiento, llenó de fotos de Monzón su concentración. Aprendió a odiarlo, pero cuando volvió a tenerlo enfrente fue peor. Otro nocaut, más rápido, más fácil. Benvenutti era muy bueno, podía haberle hecho pelea a Monzón. Pero algo extraño aniquilaba su ánimo en ese momento. Animo, ánima: del griego, ánemos; viento, referido al alma. Sin alma, nadie puede nada.
Le pasó a George Foreman con Alí, en la histórica pelea de Kinshasa que Norman Mailer inmortalizó en su novela The Fight; y al propio Alí con modesto Ken Norton. También, al fantástico Tommy Hearns cada vez que enfrentaba a Iron Barkley, un peleador ordinario que le quitó dos veces el título. Barkley, un tipo duro, áspero, se río con ganas cuando le preguntaron si el boxeo era demasiado brutal. “¿Brutal? Por Dios, soy del Bronx... ¡Al menos en el boxeo hay reglas!”.
Esa inexplicable fuerza paralizante le arruinó la vida al lujoso River de Ermindo Onega. Le pasó a Delem con Roma y a Roma con Sanfilippo. A Salieri con Mozart, a Romay con Goar Mestre, a Tony Bennett con Sinatra, a Lanusse con Perón, a Pergolini con Tinelli y a Reutemann, que siempre caía en el equipo donde estaba el último campeón: Lauda, Andretti, Alan Jones.
Pasó con el River de Simeone, en la increíble noche del jueves.
Dar vuelta un partido con dos hombres menos y de visitante es, claro, una hazaña. Cada vez que pasa algo así, uno recuerda al Independiente de Bochini y Bertoni ganándole la final a Talleres, en Córdoba, con tres jugadores menos. A esta gesta heroica le faltó la rotundidad de una diadema, pero seguramente pasará a la historia, también; como el gol de chilena de Francescoli, concretado en un gris partido de verano contra Polonia. La historia de San Lorenzo, a falta de pompa, desborda de heroicidad. Es un equipo sufrido, todo le cuesta el doble, se quedó sin cancha, descendió y nunca ganó la Libertadores. Es como Racing, aunque sin ese toque de tragedia griega que tiene la historia académica. Aquel equipo de Los Camboyanos de hace 20 años pasó a la historia no por la formalidad de los títulos, sino por dejar todo en la cancha, aun tener la decisiva ventaja del talento entre sus modestos jugadores.
River es un caso extraño. Por historia, estilo y estructura, debería ser el club hegemónico de este país, una especie de Real Madrid. Sin embargo, algo anida en su ánima. Alguna pasión triste, cierta melancolía, dudas atroces, angustia existencial, miedo a ganar. Pasa. Boca fue pura garra hasta el arribo de Macri y su exitoso proyecto hegemónico. Y le quitó, poco a poco, su lugar en la historia. River no es lo que debería ser, como la Argentina. Gana pero nunca alcanza, o se paraliza y pierde, entregando el corazón, juegue quién juegue. Boca o San Lorenzo, quizá con menos potencial, se adueñaron de la historia y lo dejaron con el consuelo del pequeño campeonato de una rueda: no es lo mismo, claro.
Se vienen semanas duras para alguna gente. Racing peleará por la vida y River por dejar atrás ese abismo interior. Dos casos de diván.