A los que aún no se enteraron, les cuento: un músico llevó a cabo un cuestionable exabrupto en una muestra de arte volcando a los gritos alrededor de cien copas de champagne –muchas de ellas servidas- y luego aclaró haberlo hecho voluntariamente con fines artísticos, subrayando que se trataba de copas de plástico. No se rían… pasó en serio.
Ya sea por intoxicación o espontáneamente, no habría que apresuradamente descartar que el sujeto se haya brotado y le diera vergüenza reconocerlo públicamente una vez conocidas las imágenes.
Pero como un ejercicio intelectual, supongamos que no. Que fue lo que se llama un happening, una performance. Que enchastrar al mozo que sirve champagne sin su consentimiento y asustar con ademanes y alaridos a los desprevenidos transeúntes en una feria de arte fuese en sí una expresión artística.
La línea entre lo que es arte y lo que no se desdibujó hace décadas atrás para no ser visible nunca más, con excepción de hercúleos esfuerzos individuales que pronto vuelven a ser invisibles. Ante cualquier, cosa decir “no sé si es arte” dejó de ser ignorancia y pasó a ser una postura prudente.
Ahora, reflexionar acerca de si te gustaría que esto pueda pasarte a vos o a tus seres queridos, mientras recorren un ambiente público, es un dilema de responsabilidad ciudadana que no sería descabellado pensar que se te despierte al enterarte de un episodio como éste.
Al no empatizar sólo con el exultante protagonista, sino con la mayoría de los participantes -no voluntarios- del “happening” supongo que cierta indignación recorrería a la mayoría de los lectores.
Siendo esto así, el Estado -basándose en la consabida premisa que la libertad de uno termina en el umbral donde empieza la de otro- debería promover una sanción ejemplificadora a este tipo de conductas, con el objetivo de no incentivar a que se repitan, teniendo en cuenta la tentación de trascendencia mediática que les implica a personas que tengan alejada la posibilidad de obtenerla a través de otros métodos, ya sea por falta de creatividad, talento o ganas.
Bajo la figura de una contravención podría interpelarse al “artista” al acto reparador de tener que llevarle el traje a la tintorería al tipo que estaba ahí trabajando. Seria lo mínimo indispensable de suponer sin más disquisiciones morales que el espíritu utilitario de promover reglas para un vivir en sociedad más armónico y libre. Libre para todos, y no sólo para el autor del acto, quién no sólo no se rectificó del hecho sino que por el contrario, en declaraciones posteriores destacó la libertad que sintió al hacerlo. Y convocó explícitamente a otros artistas a hacer lo mismo en las próximas ediciones de la feria (no vaya a ser que otros lo hagan en esta edición y opaquen su ocurrencia).
Volviendo al título de la nota, el escándalo como arte tuvo lugar en un momento donde las formas eran duras, donde sino te secuestraban, donde si no te mataban, allí donde las guerras... Podés ver un video de Los Doors en vivo en los sesenta, y te guste o no, se percibe una rebeldía genuina. Estaba pasando algo ahí.
El arte se expresa donde hay una disconformidad verosímil. No donde hay conformidad y conveniencia.
El problema de hoy, en sociedades como las nuestras, por lo general no son tanto las cosas “duras” sino las demasiado “inconsistentes”, inmersos en un marco de crisis de identidad, de contaminación global, multi-conectados, hiper-comunicados, resquebrajadas las figuras de autoridad y rodeados de máquinas que hacen las cosas mejor que nosotros, todo parece convocarnos hacia un arte más práctico, amoroso, solidario, terapéutico, funcional…
“El arte es cualquier cosa que le permita a uno salirse con la suya”, dice el extravagante filósofo Marshall Mc Luhan. Si fue un llamado de atención. Lo logró. (Y yo colaboro en ello con esta nota) Pero, ¿para qué? El arte hoy pregunta: ¿para qué?
Es lo que cada vez mas personas se preguntan cuando están frente a un cuadro. Antes no.
(*) Psicólogo y novelista | Twitter @llavemaestraok