COLUMNISTAS
RASCACIELOS Y BELLAS ARTES

El arte de ser trillonario

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Después de mis aventuras sin resultado alguno detrás de la delegación argentina en Nueva York, he llegado a Chicago. Es una de las ciudades más hermosas que he conocido. Apreciamos la construcción de rascacielos como una de las bellas artes del urbanismo. Refinamiento, elegancia, belleza. Los estilos arquitectónicos coexisten en edificios construidos desde finales del siglo XIX hasta hoy. Les beaux arts, art déco, modernismo internacional, posmodernismo están materializados en edificios con nombres propios y firmas de arquitectos legendarios y renombrados. La Michigan Avenue hasta el Bridge, debajo del cual pasa el río Chicago, debe ser una muestra de la arquitectura más hermosa que es capaz de ofrecer una ciudad. Ya me habían dicho que este es un sitio para goce de arquitectos; sin duda que lo es, pero el lego en la materia también se cae de espaldas. No he encontrado en Nueva York algo parecido a esta muestra de materiales nobles con los que se construyen los edificios. El mármol, la madera, el hierro negro y el rojo óxido, los ladrillos de distintas edades y colores, venecitas, acero, piedra, y los colosos de vidrio y cristal, todo esto se combina en una escenografía narcicista. Un bloque de piedra se mira en uno de vidrio, el de vidrio se ampara en otro de terracota. Es una ciudad para mirar hacia arriba, prohibitiva para paseadores de perros. Todo el mundo pisaría sor… perdón. Paso ahora del exterior a los interiores. Por comenzar la jornada en un desayunero, mientras bebo algo que no se qué es pero tiene color de café y los vecinos de mesa comen huevos revueltos con panceta, salchichas, arepas y wafles, leo una nota interesante en el periódico Us Today. En los EE.UU. se trata de mantener a toda costa la leyenda del self made man. La movilidad social se quiere sagrada, ya que es la base del slogan de la “oportunidad”. Si los EE.UU. dejaran de ser una tierra de oportunidades tampoco lo serían de la libertad. Su carácter de ser promisoria suma ambos ideales.

Barack Obama es una prueba de ello. Pero lo han sido muchos de los hipermillonarios de hoy. Warren Buffet, en su infancia, juntaba chapitas de gaseosas en las estaciones de servicio y obtenía unos dólares al venderlas. Luego fue dueño de la Coca Cola. Lee Iacocca trepó desde la base hasta la cúspide automotriz. Fue la venganza de Mr. Pizza. Bill Gates metía teclas a siliconas en un taller hasta que creó el universo digital que lo retribuyó con cincuenta y cuatro mil millones de dólares, según la revista Forbes. La historia de las deliciosas papas fritas es la de Ray Kroc, a quien se le ocurrió completarlas con las albóndigas universales en una alejada estación de servicio al borde de una ruta. Es el inventor de Ronald McDonald, como el carpintero Gepetto lo fue de Pinocchio. Y además, Henry Ford, George Soros, Victor Niederhoffer, y todos los “tycoons” de los que ya hablé en mi libro La empresa de vivir.

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En este país, ser heredero y acumular fortunas sin haberlas generado uno mismo es un pecado. Por eso me interesa esta historia que aparece en el matutino que leo. Es la minibiografía de Bill McNabb, el CEO de Vanguard, un fondo de inversiones que administra un capital de 1,3 trillones de dólares gracias al cual está en la cumbre del sistema financiero, superando a su eterna rival, Fidelity, que llega a gestionar fondos por 1,24 trillones.

Bill está casado con Katie, con la que tiene tres hijos entre 18 y 28 años, dos varones y una mujer. Nació en Alexandria en el Estado de Virginia. A los doce años, repartía diarios en bicicleta. Mide seis pies, cinco pulgadas. Un pie es igual a 30,48 cm. Una pulgada, a 2,54 cm. Multiplicamos y nos … debo estar haciendo mal la cuenta porque casi me da tres metros. No puede ser Gulliver. A ver… a ver, me olvidé de meter la coma, ahora sí, un metro noventa y cuatro. Su papá era abogado y quería que siguiera cursos de inglés y administración. Su mamá, ama de casa, que tenía un diploma de economía, quería que estudiara economía. Finalmente, estudió inglés y economía. En el año 1979, lo contratan para que enseñe latín en una escuela privada cerca de Philadelphia. No sabía mucho latín, pero lo contrataron igual porque parecía un buen entrenador deportivo. Obtiene un master en economía en 1983 y se va a trabajar al Chase Manhattan Bank, en Nueva York. Pero no estaba convencido de la estrategia a largo plazo del banco y, además, como su esposa era de Philadelphia, hizo caso a un amigo que le recomendaba presentarse a un puesto en Vanguard. Así lo hizo y la compañía lo sometió a un testeo de entrevistas realizadas por veintisiete empleados diferentes. Consiguió el empleo. Había algo que lo atraía de su nuevo lugar de trabajo. Se refiere a los valores de la compañía, los morales, no los bursátiles, basados, de acuerdo con su sentencia, en el rigor operativo de Wall Street y la conducta moral del “midwest” norteamericano. En el centro de la región se encuentra el estado de Iowa, cuyos primeros colonos provenían de aquellos países soñados por Sarmiento y Alberdi para la Pampa. De haberse cumplido esa utopía ilustrada de nuestros grandes maestros es posible que Bill hoy fuera argentino y los trillones, en algún corralito.

McNabb es un hombre reservado. No le gusta mucho hablar y no es muy participativo en las reuniones de los consejos de administración. Prefiere escuchar y luego tomar sus decisiones. Cree que el modo que caracteriza su liderazgo lo aprendió en su afición por el remo en donde era timonel. Dice: “El remo es la expresión más pura del espíritu de equipo y del poder grupal”. Todos empujando hacia el mismo objetivo y sumando todas las fuerzas. Hace poco, leí que nuestra Presidenta envió por Twitter el mismo mensaje a sus miles de remeros.

A Bill le gusta correr y andar en bicicleta. Participa en competencias. Nos dice que en toda actividad se debe tener un objetivo. A quién se le ocurre correr por correr. Bajar el colesterol o incrementar los trillones, siempre debe haber un propósito para una acción tan poco natural. Se despierta a la cinco de la mañana. Llega a su oficina a las cinco cuarenta y cinco. Bastante rápido se me ocurre, a lo mejor vive al borde de un arroyo y sale en canoa aprovechando la correntada. Como a esa hora la cafetería de la empresa está cerrada, hace una pausa y se detiene para ingerir el brebaje descafeinado que aquí se saborea mezclado con lactosa descremada. Si durante la semana tuvo un buen cronograma de ejercicios físicos, le agrega un scon endulzado con sacarosa.

Viaja el 25% de su tiempo. El 75%, se queda. Me recuerda la chanza de El gato y el zorro, en la que Mario Mactas, desde Mallorca, es el enviado especial de Radio 10 y Rolando Hanglin se considera a sí mismo el quedado especial. Pero además, Bill es un lector. En este momento está leyendo el libro clásico de Viktor Frankl, La búsqueda del sentido; lo hace en espera de las memorias de Condoleezza Rice, que aparecerán el año próximo. El sabrá cómo combinar el pensamiento del gran humanista, fundador de la logoterapia, con el de la mano derecha de Bush. Debe seguir el paradigma combinado de Wall Street y el Midwest. Señala que uno de sus libros “favoritos” es el del fundador de la corporación Intel Andrew Grove, Only de paranoid survive ( Sólo los paranoicos sobreviven). Mejor lo dejamos al tío Bill con sus lecturas favoritas y volvemos a la ciudad encantada.


*Filósofo www.tomasabraham.com.ar. Desde Nueva York.