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El asunto en duda

Una práctica habitual de los gobiernos progresistas es otorgar créditos para microemprendimientos. En lugar de favorecer a las grandes empresas (a las que obviamente favorecen mucho más, aunque por otros medios) se supone que esos recursos se vuelcan al sistema productivo de forma que beneficie las iniciativas de los pequeños actores sociales que, provistos de esos dineros, pueden llevar a cabo emprendimientos que de otra forma les sería imposible.

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Una práctica habitual de los gobiernos progresistas es otorgar créditos para microemprendimientos. En lugar de favorecer a las grandes empresas (a las que obviamente favorecen mucho más, aunque por otros medios) se supone que esos recursos se vuelcan al sistema productivo de forma que beneficie las iniciativas de los pequeños actores sociales que, provistos de esos dineros, pueden llevar a cabo emprendimientos que de otra forma les sería imposible. Puede entenderse también como un modo de dinamizar el tejido capilar de una sociedad y de generar el nacimiento de nuevas oportunidades. Los montos otorgados son bajos, pero para los beneficiarios son mucho, ya que ellos no gozan de ningún capital acumulado que les permita poner en marcha su proyecto. De hecho, yo soy uno de esos pequeños actores sociales que no gozan de ningún capital acumulado, y por lo tanto estoy pensando seriamente en pedir alguna clase de ayuda económica. ¿Me dará el Banco Ciudad un crédito para mi microemprendimiento? ¿Continuará Macri con esa política de ayuda a los pequeños emprendedores? Si no logro acceder a dicho beneficio, no veo otra solución que hablar con el editor de este suplemento y pedir alguna clase de aumento o de anticipo a cuenta de futuras notas. La razón de semejante necesidad es muy sencilla: me es imperioso comprar el tomo 4 de las cartas de Flaubert que acaban de aparecer en Francia en la Bibliotéque de la Pléidade, de Gallimard (en realidad, la gacetilla de promoción lo anuncia “en prensa” y pudorosamente no indica su precio en euros, pero no es difícil imaginar que la cifra excede largamente mis posibilidades).
Leí completos los tres primeros, y pienso leer el último tomo (1868-1880, año de su muerte) a la brevedad. Esto ha sido muchas veces dicho, pero siempre vale la pena repetirlo: la correspondencia de Flaubert es uno de los documentos más importantes que haya dado la historia de la literatura. Es curioso, porque Flaubert (como más tarde Mallarmé) ha sido uno de los que más lejos llevó la idea de la impersonalidad del escritor y de la escritura, la distancia infinita entre el narrador y los personajes, la puesta en cuestión de la subjetividad romántica. Y además su propia vida era terriblemente aburrida. Nada interesante podría esperarse de él. Sin embargo, su correspondencia es un verdadero muestrario temático (del amor a la teoría de la novela, del chisme a los padecimientos físicos, de la política a las grandes transformaciones urbanas) hasta desembocar en una escritura donde lo real se transforma en literatura, y viceversa. Barthes decía que la construcción de la frase era “la novela de las novelas de Flaubert”. Pues bien, subiendo la apuesta, no es difícil pensar que su epistolario es en realidad la novela de la novela de la novela.
¿Nos deparará el futuro grandes correspondencias en la época del email, en la del SMS? Una de las cosas que más aborrezco del email es la obligación de llenar el espacio destinado al “asunto” (en verdad no estamos obligados, sino sólo invitados a hacerlo, pero es una de esas invitaciones que más vale cumplir). ¿Cómo saber cuál es el asunto de un texto? Eso ocurre cuando el lenguaje se convierte en instrumental, en eficiente, en un tubo que impide cualquier desperdicio de información, cualquier deformidad. Claro está que este fenómeno excede al Outlook: somos testigos a diario de escritores que, muy desenvueltos, explican el asunto de sus novelas, su contenido y su trama, sin la menor duda y sin la menor sospecha sobre lo que están diciendo. Pero la literatura, al menos la que a mí me interesa desde Flaubert en adelante, está siempre poniendo en duda el asunto, el tema, la cuestión, el contenido; hasta llegar a la conclusión de que no hay asunto, tema, cuestión o contenido. O quizás sí: todas las novelas hablan de todos los asuntos, todos los temas, todas las cuestiones y todos los contenidos. No pasa por allí la diferencia entre una novela y otra.