Todo está bien”, respondió Trump. La verborragia mediática dio paso al silencio cuando la Agencia Mehr, iraní, comunicó que los ataques aéreos por parte de este país a las bases norteamericanas de Erbil y de al-Assad habían producido ochenta muertos. Las autoridades norteamericanas e iraquíes dirían luego que no hubo bajas. Trump enfatizaría que castigaría otro gesto semejante con mayores sanciones económicas.
Los últimos sucesos obligan a examinar si la cultura de seguridad vigente en la región es sostenible, caracterizada por la táctica de podar el pasto, que consiste en desgastar la capacidad de ataque del enemigo hasta nuevo aviso. Las confrontaciones directas y guerras totales se evitan: los ataques tienen un carácter disuasorio y apuntan a trazar límites. Es decir, producen un balance donde ninguno desplaza ni vence al otro del todo.
Otra estrategia, más directa, implica el despliegue de milicias o tropas en terceros países. Es el caso de las milicias entrenadas por Irán en Siria y, presuntamente, en Yemen, donde Emiratos Arabes Unidos y Arabia Saudita mantienen presencia de efectivos de sus ejércitos.
Hasta hace poco, Trump ensayó una modalidad distinta de esa “poda del pasto”: la clave consistía en interpelar al otro a partir de un cálculo de costos y beneficios económicos.
Durante los últimos años, a grandes rasgos, la vía militar quedó restringida a combatir a Estado Islámico (EI), actor vencido pero no extinto. Basándose en la imposición de sanciones económicas, Trump boicoteó el acuerdo nuclear firmado entre el G5+1 e Irán en 2015. La premisa era forzar a Teherán a renegociar su posición en la comunidad internacional en peores condiciones que las previas: fruto del ataque a Soleimani, terminó provocando la salida de este país del acuerdo.
La reimposición de sanciones sumió a Irán en una grave crisis. La creciente devaluación del rial suscitó protestas contra el presidente Hasan Rouhani, y Soleimani, quien fuera aliado circunstancial de EE.UU. en la lucha contra EI entre 2014 y 2017, se volvió un blanco una vez reducido el riesgo que presentaba este actor.
¿Cómo llegamos a esto? Veamos algunos antecedentes. En abril de 2018, Estados Unidos, Francia y Reino Unido atacaron puntos estratégicos del presidente Assad en Siria, aliado de Irán, como acto punitivo, disuasivo, por el uso de armas químicas.
En 2019, los estrechos de Gibraltar y de Ormuz fueron el escenario de recíprocas retenciones de embarcaciones petroleras entre Occidente e Irán: agresiones a escala reducida con blancos económicos. Los recientes incidentes en la embajada de EE.UU. en Irak dieron pie a otro tipo de gesto disuasorio, excepcional, ya no económico. Soleimani presuntamente orquestaba un ataque contra la embajada. ¿En juego? Vidas americanas. Fruto de su muerte, el dilema de la seguridad resurge: al atacar a Irán, EE.UU. obligó a una respuesta de este país.
Para el líder supremo, Alí Jamenei, cierto honor fue restablecido al devolver la “cachetada”, aunque, la expulsión de las tropas americanas siga pendiente.
El Parlamento iraquí, por su parte, trató este tema, pero Trump amenazó con imponer sanciones y el primer ministro, Abdel Abdul Mahdi, dio marcha atrás. La retirada de EE.UU. de Siria expuso a los kurdos, que vencieron a EI a ataques de Turquía: en Irak, algunos temen este desenlace pero, ¿qué posición prevalecerá?
La economía global fue afectada y la Unión Europea, Rusia, China y potencias regionales como Israel y Arabia Saudita llaman a la calma. Líbano también se halla en crisis, ¿podría asistir Hezbollá a Irán?
Jamenei jugó su mano, Trump respondió con la amenaza de nuevas sanciones. Nos hallamos ante la perplejidad de cómo interpretar estos gestos: ¿son advertencias de magnitud inédita, o señales de que el cálculo de costos y tácticas de disuasión acabó?
*IDAES, Unsam-Conicet, coordinador del Departamento de Medio Oriente, IRI, UNLP.