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El cambio de lo mismo

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El cambio es una ilusión que siempre creemos ver, pero va ocurriendo mientras no lo notamos. La vida cotidiana está repleta de cambios con forma de repetición y que se ocultan en una rutina necesaria. Si todo fuera cambio, sería intolerable.
Esto de los cambios es algo atractivo. Los mejores detectores de cambio de verdad son los historiadores, nunca los contemporáneos. Estos sufren los acontecimientos o juegan a creer que ofrecen diagnósticos correctos sobre un determinado momento en que todo pasa a ser diferente. ¿En qué momento verdaderamente se pasó a ser un país con peronistas?, ¿cuántos notaron en 1918 que comenzaba el rechazo al capitalismo y la bienvenida al autoritarismo conservador?
Hay tantos episodios que consolida el tiempo, que no debería tener sentido jugar al proceso de caída de un régimen de gobierno. Cuando hacemos eso corremos el eje del análisis de las circunstancias a las personas y depositamos, en la retaguardia, a la sociedad.
El kirchnerimo es ya casi algo más de los historiadores que de los periodistas. Es de ellos el futuro del análisis de sus declaraciones públicas, sus coherencias o cambios, de la rotación de los actores, del antes y el después de “Néstor”, del ciclo Lavagna versus el furioso Kicillof; todo será plenamente de ellos. Y de ellos será también el trabajo de comprensión de la sociedad que los sostuvo.
Debemos sentir una vocación fuerte en desafiar la idea del cambio por la de continuidad. Hay cambio de gobierno, pero no de sociedad y eso parece ser poco considerado en la proyección. Si el gobierno que luego asuma al fin de este ciclo considera que ya nada será como antes, será tal vez un perdedor.
El proceso denominado vagamente como kirchnerismo, ha ofrecido al público argentino valores que éste abraza con ganas. Mientras en los años noventa el Estado era rechazado, en la era Kirchner era y es solicitado con enorme insistencia. Hoy se pide que las empresas de servicios públicos sean dirigidas por los gobiernos, que se tenga acceso a la información privada de las empresas, que se actúe sobre el mercado y se intente regular los precios, se desprecia el libre mercado y se adora la intervención. No es la mano invisible de Binner, es la mano obvia y concreta de la política.
Si bien la crisis de 2001 sepultó el concepto privatista, es decir que una crisis económica lo depositó en el espacio del odio y el rechazo, los vaivenes de la evaluación de esta economía no han señalado cambios en el abrazo al estatismo. Con la economía bien o mal evaluada, a la gente le sigue resultando fantástico que el Estado esté cerca. Todo esto, es un ejemplo de lo que no cambia.
En 2015 un nuevo presidente se encontrará con una sociedad que querrá algo no tan diferente a lo que le dan hoy como comida de opinión pública. Sólo una feroz crisis económica y de gobernabilidad (entiendo poco probable, aunque también parezca lo contrario) que ponga la armonía de cabeza, daría espacio para una oferta de gobierno culturalmente dispar con Cristina y su inflación de 35% con consumo. Pero si eso no pasa, no hay razones para modelos demasiado diferentes. ¿Crece Macri en las encuestas prometiendo menos Estado?
Cuando Cristina no esté más podremos tal vez observar cuánto era de ella, y cuánto era de la sociedad argentina. Pero otra vez nos obsesionaremos con el cambio y perderemos atención a las continuidades y creeremos que al nuevo gobierno, si le va mal, será por no poder desarmar la bomba de tiempo. A lo mejor le irá mal porque no sabrá dialogar con las expectativas de la gente y eso tiene un costo descomunal. La sociedad tiene un poder terrible, que como diría Durkheim aprendemos a absorberlo como si no fuera doloroso. Sólo basta con arrojarse contra ella para detectar su baja tolerancia al cambio repentino. Qué pena que piensen todavía, que todo está por cambiar, si en realidad todo está por continuar.

*Sociólogo. Director de Ipsos Mora y Araujo.