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basta de posturas defensivas

El campo como parte del liderazgo

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Desde la segunda mitad del siglo XIX la Argentina depende económicamente de su sector agroindustrial, que agrega valor en casi todos sus eslabones y que ya no responde al viejo concepto de “producción primaria”. Las fluctuaciones de la economía argentina en este último siglo y medio están casi siempre asociadas a variaciones en la contribución de ese sector al producto nacional.

Hasta la mitad del siglo XIX se pensaba que el suelo pampeano era poco fértil, pero esa idea simplista y atrasada fue cediendo lugar a la evidencia del potencial productivo de las pampas argentinas. Lo que siguió fue un extraordinario salto productivo, impulsado por  la emergencia de una clase terrateniente “moderna”, orientada  a la producción, y la aparición de una vasta clase de chacareros inmigrantes, producto de la colonización agraria, que dieron lugar al milagro del “granero del mundo”.

La imagen que la sociedad fue decantando desde comienzos del siglo XX quedó impregnada del estereotipo de una “oligarquía terrateniente” con poder político, en una sociedad cada vez más urbana y cada vez más poblada por extranjeros desprovistos de poder político. La imagen de los “ricos del campo” que dilapidaban sus fortunas en Europa, mientras los “pobres” del campo luchaban por sus derechos, proclamaban el Grito de Alcorta y fundaban la Federación Agraria, quedó instalada. (Esos procesos están bien reflejados en dos estudios históricos fundamentales: Los terratenientes de la pampa argentina, de Roy Hora, y La pampa gringa, de Ezequiel Gallo). En los hechos el país real dependía de la vocación productiva de unos y otros; pero el sector “agropecuario” en su conjunto fue pasando a la defensiva. Se instaló gradualmente la idea de que la Argentina moderna necesita más industria, menos “campo”. Muchos intelectuales que no compartían esa visión, a su vez, alimentaron un imaginario que evocaba el pasado, que exaltaba con nostalgia un “campo” encantador pero atrasado. Añoraban el “campo”, pero no un sector moderno y productivo.

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Lo que sucedió a través de las décadas está a la vista. La Argentina siguió siendo un país muy fuerte en su capacidad productiva agropecuaria, y en el desarrollo de sus industrias movidas por la producción o las demandas del agro,  y sigue siendo débil como país productor de manufacturas sin base agropecuaria. Hoy, como hace un siglo, cuando al agro le va bien, el país anda bien; cuando al agro le va mal, al país le va mal. El sector agroindustrial argentino se destaca mundialmente por su productividad, su capacidad innovadora y de adopción de tecnologías, su modelo productivo moderno donde la propiedad del suelo, el capital de trabajo y la gestión productiva son independientes. Los datos son abrumadores: el producto bruto argentino generado en el sector agroindustrial crece continuamente (sólo se frena cuando las políticas públicas le imponen obstáculos insalvables); el producto generado en las manufacturas no agropecuarias crece a tasas que están entre las más bajas del mundo.

En cuanto a la opinión pública, uno de los hechos más contundentes y a la vez menos registrado por la dirigencia política es que desde hace décadas las encuestas de opinión registran una valoración muy positiva –y estable– de los agricultores y ganaderos (si el gobierno nacional en 2007 hubiera tomado nota de esta realidad podría haberse evitado el mal manejo del tema de la Resolución 125 y el conflicto que generó, que tanto le costó).

El país necesita poner en valor su sector agroindustrial. Necesita que su gente abandone la postura defensiva desde la cual trata de protegerse desde hace tiempo y asuma un liderazgo político y social acorde a su importancia económica. Necesita pulverizar la imagen de un dualismo anacrónico entre “agro” e “industria”. La Argentina necesita que el sector que lidera su economía también sea parte del liderazgo político.

*Sociólogo.