Cuando yo era chico, hace ya un montón de años, mis padres solían llevarme al autocine. En parte porque vivíamos en Núñez y nos quedaba cerca, en parte porque mi papá disfrutaba más de la vida si no tenía que bajarse del auto. A diferencia de lo que pasaba en las salas de cine, las de los peatones, en las que el control del acceso de menores para ver películas prohibidas era sumamente estricto, en los autocines primaba un criterio de permisiva laxitud. Quien no contara aún con trece años de edad podía entrar a ver una película para mayores de trece, y a veces incluso una para mayores de dieciocho, ya que venía en un coche y traído por adultos. Mis padres consideraban, acaso por error, que nada de eso sería pernicioso para mí, y allá íbamos con frecuencia.
Una noche, recuerdo bien, no nos dejaron entrar. Ocurrió que los del auto de adelante habían escondido a un chico detrás del asiento, debajo de una campera, agazapado; los controles descubrieron la manganeta y no hubo acceso para nadie. Ni para ellos ni para los demás, el filtro se tornó inflexible. ¿Por qué de pronto tanta rigidez, si ahí lo más común era dejar pasar, dejar correr, hacer la vista gorda, mirar para el costado, restar importancia, encogerse de hombros, asumir lo irregular como una especie de normalidad aceptable?
Muy simple: se ofuscaron ante lo burdo de la maniobra de engaño. El hecho indebido lo habrían tolerado, como lo toleraron por lo demás tantas veces; lo que los indignó fue el torpe intento de ocultar las cosas, la mentira perpetrada con descaro, la cara de nada de quienes estaban haciendo su trampa; lo que no quisieron aguantar es que esos otros se creyeran tan vivos, es decir, con otras palabras, que esos otros los tomaran por giles.
Mi padre opinó que convenía dejar pasar algún tiempo, y luego las cosas volverían a ser como siempre. No voy a revelar aquí si tuvo razón o no la tuvo.