“Somos los elegidos, la vanguardia, la tropa celeste. Sólo uno de nosotros no ha pasado todavía por el ritual de iniciación.
—¿Arcángelo? –llamó, voz de témpano, suave– tenés que desnudarte.”
(Tomás Eloy Martínez, 1934. La novela de Perón)
Los dos tenían carácter fuerte y discutieron feo una noche. Entonces él decidió irse. Así llegó, en 1928, a pelear en la guerra del Chaco con el grado de teniente coronel del ejército boliviano. La desilusión le duró poco y dos años después el soldado profesional volvió a Berlín a acumular poder en el régimen de su viejo camarada, el ex cabo Adolf Hitler. Era un hombre retacón, de brazos y piernas cortas, vientre abultado, cuello hundido y cara redonda, cruzada por viejas cicatrices de combate recibidas en el ’14, en Francia. Su fría mirada intimidaba. Le tenían terror. Era irascible, violento, disfrutaba con el dolor ajeno. Estaba orgulloso de su fama y también la usaba como arma de seducción. Porque el oberster SA Führer Ernst Röhm era abiertamente homosexual, sin culpas, ni modales femeninos. Era –le gustaba decir–, un modelo de guerrero ario y amaba a sus camaradas de armas con quienes compartía códigos, ritos militares y cama. Los jóvenes oficiales “camisas pardas” de la fuerza de choque del Partido Nazi, lo seguían como a un dios pagano. La banda creció, hasta convertirse en una perversa máquina de matar.
Los 15 meses de cárcel que pasaron juntos por culpa del fallido puscht de Munich de 1923 lo habían hermanado con Hitler. Tan amigos quedaron que era el único que podía tutearlo en los mandos del Reich. Su organización, las SA, pasó de tener 3.500 efectivos, a 70.000, en menos de 20 meses. Fue cuando Röhm pensó que no estaría nada mal anexar al mismísimo Ejército alemán bajo su mando. Fue demasiado. El amague provocó la ira de los generales de la Reichswehr y Hitler se cansó de su ambicioso amigo. De un día para otro, se mostró públicamente escandalizado por la vida licenciosa de Röhm y su gente. Esa sobreactuación disparó comentarios irónicos entre los jerarcas del régimen: “¡Cómo se pondrá, entonces, cuando se entere de que Goebbels cojea y Göering es panzón!”, chicaneaban por lo bajo. Hitler citó a la plana mayor de las SA a una reunión urgente en la residencia de Wiesse pero jamás fue a verlos. Ordenó a la Gestapo que los matara a todos. Eso hicieron, en la larga madrugada del 30 de junio de 1934. La historia recuerda esa matanza brutal con el nombre La Noche de los Cuchillos Largos. Hitler dejó vivo a su ex socio de ruta en una celda de Stadelheim, solo para darle la chance de un suicidio digno. Röhm lo rechazó. Fue fusilado. Fin de la historia.
Situada casi 40 años más tarde, la deslumbrante pluma de Tomás Eloy Martínez describe en La novela de Perón el despiadado “rito de iniciación” de uno de los grupos de la ultraderecha peronista que se preparaban para recibir a Perón, el 17 de noviembre de 1972. Arcángelo Gobbi, el protagonista, candidato a nuevo comando, es encerrado en un pozo ciego y salvajemente torturado durante días. “Cada vez que sentía los músculos desgarrándose, le cambiaban el dolor de lugar con una picana eléctrica: en las encías, en las ingles, en las tetillas. Querían que fuese reconociendo en su propio cuerpo el lenguaje que más tarde oiría en el cuerpo de las víctimas”, escribe Tomás. Finalmente es sodomizado por Lito, el líder. “Abrí las piernas despacito, Arca. Una fusilería de cal viva hizo estragos en las entrañas de Arcángelo, le aniquiló de golpe todos los recuerdos y le abrió llagas, criaderos de moluscos, avisperos, desagües. Sintió un envión más, y otro”, continúa.
Increíbles personajes, tan patéticos, babeantes de crueldad. Amos de la vida y de la muerte, escudados en la impunidad del poder total, sienten la irrefrenable pulsión de someter al indefenso, de poseerlo sexualmente. ¿Quedan en ellos algún rasgo de humanidad? Para Hanna Arendt (1906-1985), que profundizó sobre “la banalidad del mal” en su ensayo sobre Eichmann en Jerusalen para The New Yorker, sí, y eso es lo perturbador. “Cuando su profesión los fuerza a matar gente, no se ven a sí mismos como asesinos, pues no sienten haberlo hecho por inclinación. Por pura pasión, serían incapaces de hacerle daño a una mosca”. Quizá. La visión de Theodor Adorno (1903-1969) es más descarnada: “Allí... era la expropiación de la muerte. Allí... no se moría. Cadáveres sin muerte, no-hombres cuya muerte es envilecida como producción en serie. Esta degradación de la muerte es lo que constituye el ultraje específico de Auschwitz”.
Nuestro Auschwitz –uno, entre tantos– fue la ESMA. Allí vivía el prefecto Héctor Febres, un represor al que apodaban “Selva” porque en él –decían– se resumían todos los animales juntos. Un hombre acusado de secuestrar, torturar y cuidar embarazadas a los que luego les quitaría sus bebés recién nacidos. Cuatro días antes de recibir sentencia lo encontraron muerto en su celda, envenenado con cianuro; lo mismo que hizo Göering en Nüremberg para eludir la horca. La noticia del hallazgo de líquido seminal detectado por los peritos forenses en el recto del cuerpo dejó perplejos a muchos. También disparó, cierto es, una catarata de humoradas y burlas ingeniosas. Una manera del exorcizar la intolerable incomodidad que provoca el caso del asesino que se deja asesinar; de la impunidad infinita, de la doble vida y la doble moral que, como Röhm, tienen tantos hombres que manejan el poder absoluto. Historias que repugnan; que poco tienen que ver con el sexo, ni con cualquier sana pasión, ni con la homosexualidad entendida como amor. La enfermedad no es eso.
Aunque moleste, aunque muchos giren la cabeza para no ver, ahí está, el Caso Febres. Tan nuestro. Como un horrible retrato de Dorian Gray escondido en el sótano; un impiadoso espejo que refleja, sin anestesia, mucho de lo peor de nuestra historia más negra.