Antonin Artaud escribió un guion llamado “Los dieciocho segundos”. Es la imagen de un hombre bajo un farol mirando cómo el segundero se arrastra sobre el tiempo y el espacio por dieciocho segundos. Retrata la regla básica de nuestra cultura. La medición de nuestro principal recurso. Esa es la primera escena.
La película dura una hora y media. Las siguientes tomas son lo que ocurre en la mente del protagonista, sus imágenes interiores en esos dieciocho segundos. El hombre es un actor que sufre una enfermedad, no puede poner en palabras lo que sucede en su mente. El guion consiste en una tormenta de ideas de sus obsesiones que claro, parecen las de Artaud.
Más allá de la idea maravillosa de confrontar nuestros dos tiempos en continua tensión el guion desnuda un conflicto existencial de esta época. Nuestra mente puede estar en varios lugares del mundo al mismo tiempo llevada por los medios eléctricos. Ver el horror de la guerra en Siria en vivo mientras conversamos en las redes con amigos en las antípodas. Desaparecen los pasados porque los traemos al presente. Pero nuestro cuerpo físico no puede hacer lo mismo. Eso nos produce una frustración. Una parte de nosotros logra viajar a la velocidad de la luz, pero otra parte, la de los sentidos y los átomos tiene una naturaleza diferente. Entonces volcamos en un punto ciego esa enorme energía desconocida que vamos generando. Vivimos una implosión.
McLuhan decía que por primera vez en la historia tenemos el cerebro fuera del cráneo y el sistema nervioso sobre la piel. La idea de libertad que sentimos en los dieciocho segundos eternos es irreal. Como los medios de comunicación son las extensiones de nuestros sentidos que mejor nos representan, allí vemos el fenómeno más claro. Los medios tradicionales son un enorme castillo en el pico de la montaña que se empieza a derrumbar y cae sobre sí mismo, la misma implosión que nosotros. Algunos festejan la caída del reino pero luego se dan cuenta que además de castillo era un faro. Sabemos que finalmente encontrarán el rumbo. Será cuando el faro se convierta en radar.
Si las normas secuenciales del tiempo y el espacio están en colisión hay que modular esa energía. Los medios electrónicos transfiguran a los medios tradicionales y los re valorizan. Pero la transformación modifica su naturaleza y les impregna las reglas de la electricidad. Cada cuerpo tiene su campo magnético que atrae o repele. Si se produce la atracción es necesaria la interacción o de lo contrario expulsa. Ahí está el punto central de la nueva relación entre medios y sus usuarios. Qué interacción podemos lograr para que esa relación tenga una misma frecuencia.
Por supuesto que la mente siempre viajó más rápido que el cuerpo. Pero ahora estamos conectando nuestro sistema nervioso central a los medios electrónicos. Le pedimos a nuestros dispositivos que aprendan nuestros gustos y nos faciliten la experiencia. Nos arman listas con la música que nos gusta, nos recomienden películas. Las redes sociales nos proponen relaciones y muestran cosas que podrían interesarnos. Ya pusimos nuestra memoria en la memoria del mundo y ahora estamos poniendo nuestra inteligencia. Los medios de comunicación están todavía observando desde las redacciones cómo cambia el mundo. La fábula de la liebre y la tortuga es una parábola que dice que la velocidad es relativa y que la noción del tiempo es cambiante.
Pero volviendo a Artaud, a veces en sus obras de teatro fundía al público con la escenografía. Es lo que hoy el público quiere con la información, fundirse con ella. Porque ahí encuentra su esencia. Somos información y necesitamos interactuar con ella. Tal vez en esa figura subliminal haya muchas respuestas para los medios de comunicación. O quizás no sean más que ideas de un loco que fueron mal interpretadas.
(*) Alejandro María Correa es Investigador de medios de comunicación / @alargie