Imaginemos una librería que solo vende los libros que al dueño le parecen dignos y no acepta corromper su catálogo con lo que le disgusta. Conozco libreros que rechazan los libros de esoterismo o de autoayuda, pero ninguno tan radical como para decirle al potencial cliente: “Ni se le ocurra buscar aquí a Guillermo Martínez o a Pérez Reverte”. O que ante el pedido de un Echenoz, un Saramago o un Franzen, conteste “Joven, ¿quién le dijo que eso es literatura?” Me imagino comprando en una librería así y viendo la cara de los potenciales clientes frente a esa clase de respuestas. Claro que yo mismo podría ser ese cliente y que el tipo me diga: “Oiga, ¿cómo se atreve a pedirme una novela policial?” En el juego del sadomasoquismo literario, nadie debería estar excluido.
Ahora pensemos en un videoclub (¿existen todavía los videoclubes?) cuya política es similar, donde en los estantes no se encuentran –no digamos películas de Olmedo y Porcel porque eso sería muy fácil– sino de Campanella; y si uno pide la última de Scorsese, recibe como respuesta “Scorsese sólo hasta Taxi Driver” o si pregunta por una de Reygadas le contestan “si quiere cine latinoamericano, vaya al Bafici”.
No he conocido librerías ni videoclubles tan radicales, pero sí la disquería (¿existen todavía las disquerías?) El Agujerito de la Galería del Este en los ’80. Allí reinaba el inolvidable Gabriel, un maestro en el arte de humillar al cliente. Si alguien osaba pedir, por ejemplo, un disco de Julio Iglesias, no se daba por aludido. En casos menos flagrantes, digamos un disco de Yes, se limitaba a mirar a la víctima y parpadear. Hoy, este mismo personaje es corredor de libros de la refinada editorial Letranómada, y sería el encargado ideal de nuestra librería imaginaria.
Pensé en estas figuras de la sana represión cultural después de una experiencia extrema que tuve en estos días. Pasé por Pinamar, donde hay una vinoteca que se llama Finnegans, cuyo nombre sugiere una intención elitista. Según dice en la puerta, allí se venden vino y cigarros. Pero no se vende otra cosa que vino y cigarros. En realidad, hoy cigarros tampoco se venden porque las restricciones a la importación lo impiden. Mientras estaba adentro, un despistado osó preguntar si tenían vodka: “Esas cosas no las va a encontrar acá”, le contestaron con amable sorna. Claro que tampoco se vende cualquier vino, y no hablo de los baratos. Con asombro descubrí que no hay blancos ni rosados.
El dueño, Sergio Vallina, no los considera vinos (con lo que a mí me gustan los blancos y rosados). Según declara, no hay nada en los estantes que no le parezca de una calidad alta y entre las botellas predominan las de bodegas chicas, casi imposibles de encontrar en la Costa. Vallina fue profesor de semiótica en la Universidad de La Plata, vive en Cariló todo el año y su local, de una prolijidad maníaca, incluye una biblioteca y cuadros originales.
Como si quisiera intimidar aun más a los clientes, en una silla se exhibe la Historia de la Revolución Rusa de Trotsky. Según Vallina, es las Memorias del General Paz el mejor libro de historia que conoce. Finnegans no acepta tarjetas de crédito y pedir rebaja se considera una ofensa. Abierto todo el año y recomendado a los amantes del turismo de aventura.