Entre los espectadores que se pierden en las aventuras de esas máquinas gigantes, mutantes, mecanismos polimorfos que en segundos pasan de autos a cohetes y de cohetes a aviones y de aviones a dioses galácticos y de dioses a supositorios electrónicos y que combaten por el fin o la salvación de este planeta y, si le toca, también del resto del Universo, ninguno sabe que esos principios de recomposición y descomposición mecánica provienen de la percepción alucinada de un pintor que en sus retratados encontró el punto donde la superficie de un cuerpo se vuelve grumo y horror, porque triste es la carne.
No me estoy refiriendo a Giuseppe Arcimboldo –conocido por sus representaciones manieristas del rostro humano a partir de flores, frutas, plantas, animales u objetos, porque su modo de pintar, supremo en su expresión, en el fondo no deja de ser un juego de rompecabezas–, sino a Oscar Kokoschka.
La cronología elude siempre los serenos caprichos de un verdadero arte de la biografía. Combatió en el frente ruso y en 1915 una bala le visitó la cabeza y otra el pecho y ese doble acoso lo dejó vivo y sujeto a una extraña simultaneidad de percepciones. Y que quizá fue su rareza o la perpetua envidia de los carentes de talento la que determinó que Hitler decidiera que sus obras formaban parte de ese cosmos a prohibir llamado “arte degenerado”, donde se reunía y aniquilaba lo mejor de la pintura de la primera mitad del siglo XX, aunque él mismo no se sintiera particularmente cercano al cubismo. Para Kokoschka, el proceso de descomposición y recomposición del objeto no debe ser mecánico, ni la reducción a lo esencial tiene que derivar por fuerza en lo monocromático. Color es forma, y su explosión, saturación de sentimientos.
Apenas uno trata de extraer una lección del procedimiento ajeno, el sentido fuga, porque solo lo inapresable se sostiene en el tiempo y el espacio de la mente para producir un efecto duradero. Lo que él sabía, lo puso, pero no lo dijo.