Comprender los procesos de terror en Argentina bajo el concepto de prácticas sociales genocidas tiene como una de sus potencias fundamentales la posibilidad de contribuir a este proceso de elaboración. El concepto de elaboración fue concebido por Freud como el “trabajo a través”, un “a través” tanto de aquello que está concebido de modos rígidos como de aquello que no aparece porque está reprimido, de aquello que negamos o imaginamos para evitar el dolor de lo vivido cuando nos resultaba insoportable. No es lo mismo recordar que algo terrible les ocurrió a quienes se vieron sometidos al secuestro en campos de concentración que identificar esa práctica como algo que buscó destruir una parte de nosotros, que alteró nuestras propias acciones, nuestras esperanzas, nuestras ideologías. (...) Ello genera numerosos mecanismos defensivos que se articulan con representaciones que nos puedan dejar a salvo de la exploración de dichas marcas.
En este sentido, el concepto de genocidio en tanto “destrucción parcial de la identidad del grupo nacional” permite ampliar la comprensión de sus efectos a un conjunto más amplio que el de lo que se ha calificado como las “víctimas directas”. Los otros conceptos utilizados para dar cuenta de la experiencia argentina solo permiten observar el carácter puntual de los hechos como “delitos” específicos (crímenes contra la humanidad, terrorismo de Estado, masacre) cometidos contra particulares “politizados” o como consecuencias de un conflicto social entre actores armados (guerra). Esas perspectivas dejan a la mayoría de la población en un rol externo, como espectadores. Y ese rol externo es la construcción más potente de la teoría de los dos demonios, tanto en su versión original como en su reaparición recargada, el mecanismo por el cual resulta tan efectiva, en tanto conecta con necesidades psíquicas vinculadas a negar o reprimir el propio dolor. El que es interpelado por estas visiones se encuentra excluido del conflicto, lo observa siempre “desde afuera”. Constituye una formidable fórmula de evasión. Ajenización que constituye la primera operación eficaz de la teoría de los dos demonios.
Así se convoca a la empatía o solidaridad con las “víctimas” de la violencia estatal en los modos más clásicos. En espejo, la versión recargada de los dos demonios ahora convoca a la empatía con las “víctimas” de las acciones insurgentes. Esta dualidad producto de la fetichización de “la violencia” es la que permite construir el concepto de “gente común” para referir a un universo amplio de sujetos que se observarían a sí mismos como “no afectados” por los hechos, como “neutrales” que pudieron tomar una u otra posición de empatía ante un conflicto que aparece como “externo”. (...)
Visiones de este estilo son las que han permitido a la versión recargada plantear representaciones del tipo “ya hemos tenido bastante de una campana, ahora queremos escuchar a la otra” o los reclamos por una “memoria completa”. Tanto las versiones que estructuran la comprensión del pasado como delitos, como las que lo conciben como guerra, no logran quebrar exitosamente esta dualidad en el reclamo de una empatía a sujetos “externos”, ya que participan −de modos muy distintos, pero con resultados finalmente equivalentes− de este modo de fetichización de “la violencia”, al extirpar las conductas concretas de sus condiciones de determinación.
El argumento fundamental de la teoría de los dos demonios es esta equiparación de las violencias en ese sintagma responsable del horror y que debe ser condenado en bloque: la violencia. Pero para distinguir las acciones de los genocidas de las prácticas de los movimientos insurgentes no alcanza con argumentar que no son igualmente graves las acciones cometidas por quien detenta el monopolio estatal de la violencia que aquellas implementadas por particulares u organizaciones de la sociedad civil.
El rol estatal es, efectivamente, un elemento diferenciador, y esta respuesta puede ser adecuada en términos legales. Pero en términos históricos y psicológicos, y sobre todo en términos políticos, esta diferenciación finalmente reproduce la dualidad porque no alcanza a explicar la diferencia cualitativa entre una y otra violencia.
Lo que resulta necesario aprender a diferenciar es entre el ejercicio de una violencia regresiva que buscó aumentar la opresión a través de un sistema concentracionario, que se propuso generalizar el terror y la desconfianza, y la violencia insurgente, que se proponía revertir las condiciones de desigualdad a partir de diversas acciones, incluso armadas, contra las fuerzas del régimen. Una discusión genuina y necesaria sobre los aciertos o errores políticos y éticos de las fuerzas insurgentes no puede aceptar la equiparación ni la equivalencia de sus prácticas bajo el rótulo indiferenciado de “LA violencia”.
El concepto de genocidio −con su eje en el objetivo de destrucción de la identidad para garantizar la opresión− permite enfrentar con mayor solidez la equiparación de las violencias, presente en ambas versiones de la teoría de los dos demonios.
Por último, el concepto de genocidio tampoco fragmentó a nivel partidario a las organizaciones de derechos humanos. Fue sostenido políticamente desde muy temprano por gran parte de los militantes y movimientos de derechos humanos. A la vez, hasta el momento de escritura de este libro, fue reconocido en sentencias de 33 causas (alrededor del 20% del total de las sentencias). Las mismas fueron votadas por 14 tribunales distintos en todo el país, sumando también algunos votos en disidencia, como los casos del juez Pérez Villalobos en el Tribunal de Córdoba o el del presidente del tribunal que juzgó la Causa esma iii, Dr. Daniel Obligado, en un meduloso apartado de casi 400 fojas donde discute numerosas cuestiones legales y releva las más de treinta sentencias que produjeron jurisprudencia en Argentina en esta dirección.
*Autor de Los dos demonios (recargado), editorial Marea (fragmento).