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en busca de respuestas

El conflicto con el conflicto

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Parece que de un tiempo a esta parte, tenemos un conflicto con el conflicto. El temor a romper la democracia sobrevuela cada vez que alguien alza la voz en oposición a una propuesta, cada vez que alguien se moviliza, cada vez que estamos en desacuerdo. Pero la pregunta que surge es si la democracia no es precisamente eso, el poder manifestar la disidencia públicamente, intentar convencer al otro, disputar el poder.

El conflicto es constitutivo de la política, sin embargo, en temas puntuales se resuelve generando canales democráticos que lo descompriman. Estos canales son difíciles de construir si todas las disidencias parecen tramitar las mismas cargas pesadas, y obstáculos insalvables acerca de las formas en las que se piensa el mundo y el país.

Frente a esa disyuntiva sobre qué hacer con las tensiones políticas suelen surgir dos reacciones opuestas. Por un lado la súbita convicción de que en democracia se trata de consensuar detalles técnicos para alcanzar objetivos “evidentes”, y por otro, la fijación en la necesidad de manifestar de forma constante los conflictos latentes de la sociedad y trazar fronteras inamovibles.

Mientras que frente a la primera reacción se tiende a querer esconder bajo una alfombra las tensiones de fondo, frente a la segunda se puede tender hacia formas de antagonismo que hacen agotadora la convivencia.

El problema de quienes niegan el conflicto, es que por más que se lo evite existe, y si no es presentado y trabajado a través de organizaciones sociales, sindicatos, partidos, identidades colectivas y movilizaciones, tiende a explotar de manera sorpresiva y sin mediaciones posibles.

Además, al negarlo, al ocultarlo, lo que se termina favoreciendo es que quien plantea una diferencia fundamental con la sociedad en la que vive sea tildado de extremista, dejándolo fuera del sistema democrático. De esta forma la lógica de Carl Schmitt del amigo-enemigo se pone sobre la mesa. “El domingo se va a definir si tenemos democracia plena, o no”, decía Vidal días atrás.

Por otro lado, el problema de la fijación en el antagonismo es caer en el mundo en el que todo debe ser denunciado con la misma intensidad, sin tener en cuenta demasiado los matices ni las diferencias entre las distintas demandas y sin generar puentes para poder transitarlas.

Pero, entonces, ¿cuál es la salida? ¿Quedarnos callados esperando que nadie note que nuestra sociedad es injusta? ¿Negar la posibilidad de que el otro exista e intentar transformar una de las dos voces en disputa en única? Claro que no.

En este momento es interesante retomar el concepto de agonismo de Chantal Mouffe, quien plantea que la democracia  debe construir las reglas del juego a través de las cuales canalizamos nuestros conflictos. Pero que los reconocemos, tanto como reconocemos la posibilidad, la legitimidad y la necesidad de ese otro que piensa diferente a existir. La idea de agonismo plantea que es pensando al otro como un adversario y no como un enemigo al que tenemos que exterminar, que podemos conciliar a la democracia con el conflicto. Porque no es negándolo que lo podemos llegar a resolver, sino enfrentándolo, disputándolo y politizándolo.  

Es en el terreno fértil de la política donde debemos buscar la respuesta. La política es esa práctica que llevamos adelante porque estamos convencidos de una visión del mundo, aunque sabemos que llevarla a cabo en su totalidad es necesario, y a la vez imposible, si vivimos en democracia. Y vivir en democracia es eso, es saber que siempre va a ser necesario que exista un grado de conflicto que nos permita sostener nuestras posiciones y, tan importante como eso, un espacio de negociaciones al que no hay que tenerle ningún miedo.

*Politóloga. **Especialista en comunicación política.