Arrecia una vez más la campaña por la legalización del consumo de drogas. No es algo novedoso: los enormes intereses que alientan el negocio del narcotráfico son insistentes, tercos. Y tienen ingentes recursos para sostener sus campañas.
Internet está saturada de páginas de apología del consumo y las fábricas de ideología financiadas por los zares de la droga no descansan en la producción de argumentos de toda naturaleza destinados a combatir las prevenciones y los valores de la sociedad. Hay que admitir que esa obstinada política consigue triunfos: el uso de estupefacientes ha sido banalizado y transformado en “un hábito más”, sus consecuencias malignas son minimizadas mientras se embellecen perversamente sus efectos, asignándoles rasgos “liberadores”, “potenciadores de creatividad y energías interiores” y patrañas de idéntica naturaleza.
Esa acción pertinaz y de interesada influencia ha erosionado las defensas: hoy registramos cambios en la opinión de personalidades de las que se esperan rectitud y juicios levantados y observamos en muchas familias una actitud liviana y en el fondo irresponsable ante la paulatina generalización del consumo de drogas, que prefiere ignorar sus deletéreas derivaciones, tanto en el plano de las personas como en el del tejido social y la convivencia.
La legalización del consumo se apoya en sofismas. Si bien se mira, el consumo es el eslabón en el que la “cadena de valor” del narcotráfico realiza su rentabilidad. Los piadosos argumentos de disfraz individualista (“libertad de opción”) o los que aducen una protección del consumidor (“es una crueldad penalizar a un enfermo”) son un maquillaje que termina encubriendo la defensa del momento crucial del negocio del tráfico.
Los grandes intereses detrás de la droga emplean argumentaciones a medida de cada público, sin preocuparse demasiado en buscar una coherencia entre ellos. Cuando se busca golpear al narcotráfico en los centros de producción de la droga, se alzan racionalizaciones como ésta: ¿por qué combatir a los que producen, si el centro del mal está en los grandes focos mundiales del consumo? La idea procura sacar la pelota afuera y, de paso, cargar culpas en los Estados Unidos: que Washington sancione a los consumidores norteamericanos, y no moleste a los productores de coca y sus derivados.
Pero cuando se trata de combatir el consumo en la sociedad propia, el argumento se invierte: hay que atacar a “los grandes del narcotráfico” (¿los centros y financistas de la producción y el comercio, las fuerzas guerrilleras y los gobiernos que los protegen? No entran en detalles). Hay que dejar el consumo tranquilo. Así, el negocio de la droga es defendido módulo por módulo: se protegen por separado el eslabón del consumo individual, el de la producción, el del comercio; se protege a los protectores y a los gobiernos socios. A ese discurso encubridor lo confunden con “progresismo”.
Países de cuyo progresismo real nadie puede dudar, como es el caso de Suecia, actúan de un modo distinto a partir de sus propias experiencias. A principios de los años 90 las autoridades suecas llegaron a la conclusión de que debían ser una sociedad libre de drogas. La tenencia y el consumo fueron sancionados. Por supuesto, también están penalizados –y con mucho rigor– otros pasos del comercio de estupefacientes. El resultado es un descenso marcado del consumo que hoy es tomado como un ejemplo a seguir por Naciones Unidas.
Los argentinos debemos tomar conciencia del constante bombardeo propagandístico al que nos someten los intereses del negocio del narcotráfico. Hay que devolverle a nuestra sociedad la solidez de sus valores y custodiar la salud de nuestros hijos, el orden y la seguridad en nuestras comunidades. Tenemos que combatir con sabiduría, energía (y en muchos casos, piedad) todos los eslabones de la cadena del narcotráfico. No se debe legalizar el consumo de estupefacientes. La Argentina también puede ser una sociedad sin droga.
*Ex presidente de la Nación, senador por La Rioja.