Lo primero que leí de Hal Foster fue a mediados de los 80, el prólogo a una compilación realizada por él mismo, que la editorial española Kairós tradujo algo toscamente como La posmodernidad (el título original es The anti-aesthetic: essays on postmodern culture). El libro reúne artículos de varios autores sobre la crisis de la modernidad y el surgimiento de ese célebre prefijo (post), que hoy parece tan viejo como la misma posmodernidad. Sin embargo, más allá de la moda (que va y viene como la marea en una palangana) el artículo de Foster sigue siendo de una pasmosa actualidad: “En la política cultural existe hoy una oposición básica entre un posmodernismo que se propone deconstruir el modernismo y oponerse al statu quo, y un posmodernismo que repudia al primero y elogia al segundo: un posmodernismo de resistencia y otro de reacción”. Me entusiasmaba la idea de una reflexión que, en la herencia de la tradición crítica (de la Crítica del juicio de Kant, a la Teoría Crítica de Adorno y Benjamin) discutiera con los grandes relatos de la modernidad, sin caer por eso en una actitud festivamente reaccionaria y conservadora. O dicho en palabras de Foster: “Vemos que surge un posmodernismo de resistencia como una contrapráctica no sólo de la cultura oficial del modernismo, sino también de la ‘falsa normatividad’ de un posmodernismo reaccionario. En oposición, un posmodernismo resistente se interesa por la deconstrucción crítica de la tradición, no por un pastiche instrumental de formas pop”.
Hal Foster nació en Seattle en 1955, y es uno de los editores, junto a Rosalind Krauss, de la revista cuatrimestral October, dedicada a publicar ensayos de crítica cultural y teoría estética. Durante más de más de veinte años October llevó a cabo un formidable trabajo de relectura de los grandes temas de la modernidad, en especial de las vanguardias europeas y norteamericanas de finales del siglo XIX hasta los años 60 del XX. Muchos de los artículos allí publicados fueron luego reproducidos en forma de libro, algunos de ellos centrales en el debate estético contemporáneo como El inconsciente óptico, y La originalidad de las vanguardias y otros mitos modernos, de Rosalind Krauss; o El retorno de lo real, del propio Foster. Pues bien, en estos días la editorial Adriana Hidalgo acaba de publicar Belleza compulsiva, también de Hal Foster, una tan erudita como perturbadora lectura del surrealismo. Para Foster, el movimiento liderado por Bretón “constituye el punto nodal de los tres discursos fundamentales de la modernidad: el psicoanálisis, el marxismo cultural y la etnología”. Para luego avanzar con la tesis de que el surrealismo se apoya en el concepto de lo siniestro, es decir, “un interés en los eventos en el que la materia reprimida regresa de manera tal que desestabiliza la identidad unitaria, las normas estéticas y el orden social”. Si hay algo extraordinario en Belleza compulsiva, es lo que podría llamarse “la posición del crítico frente a su objeto”. Ya en la introducción Foster reconoce que “si la experiencia de lo siniestro no les era extraña a los surrealistas, este concepto tampoco les resultaba familiar. Muchas veces, cuando lo intuyen, su reacción es de cierta resistencia”. Es decir que Foster ve en el surrealismo algo que los propios surrealistas ignoran o rechazan. La crítica residiría entonces en encontrar significados nuevos para objetos antiguos, en poner en relación al objeto con nuevas tradiciones, con herencias obturadas o impredecibles, en ver en el objeto estudiado lo que el propio autor (en este caso el surrealismo) no alcanzó a ver. En una breve frase Foster fija su metodología: “Leer el surrealismo en términos de lo siniestro es mirarlo de refilón”. Y finalmente confiesa: “Por lo tanto, mi ensayo es teórico”. Quizás allí resida el secreto de toda lectura fuerte: en leer al objeto de refilón, en reponerle a la crítica su dimensión teórica.