Era la 1 de la mañana del sábado. Felipe, que entonces cursaba sus primeros cuatro años de vida, se había quedado a dormir en casa de sus primos. Mi mujer y yo habíamos disfrutado una miniluna de miel de un par de horas en el hogar y nos disponíamos a dormir plácidamente sin horario prefijado para comenzar el siguiente día, sabiendo que el despertador home-made, nuestro pequeño anarquista de la felicidad, se despertaría en otra cama rodeado de sus primos. Entonces el teléfono sonó: Felipe quería que lo fuéramos a buscar.
Cuando me vio, sus ojos, que reflejaban al mismo tiempo el miedo a decepcionarme y la felicidad de verme, me miraron en busca de una señal. Lo abracé fuerte y le dije: “¿Viste que si me llamabas yo venía?”
Nos fuimos a casa, a dormir el sueño de cualquier familia. Felipe nunca más llamó para que lo fuéramos a buscar cuando se quedó a dormir en alguna casa. Ahora duerme tranquilo sabiendo que, si algo pasa, allí estaremos. Se lo prometimos y actuaremos en consecuencia. La confianza muchas veces es una construcción incómoda. Es levantarse de la cama calentita, una madrugada de frío, para salir a hacer algo que puede no parecer demasiado significativo para el resto de la vida, pero que esconde significados cruciales para millones de hechos que sucederán posteriormente.
La confianza es el producto de una relación estrecha entre lo que uno espera que alguien haga, mediante hechos o palabras, en una situación específica, y lo que finalmente esa persona hace o dice en dicha circunstancia. La clave en la construcción de confianza con mi hijo no está lejos de la que lleva a la constru-cción social. Pensemos algo. ¿Por qué hace miles de años decidimos nuclearnos en comunidades? Lo hicimos para sentirnos más seguros; los hombres salían a cazar y las mujeres aguardaban su regreso, cuidando de los hijos todas juntas, para hacer más difícil a los depredadores tomarlas por sorpresa y atacarlas en la condición vulnerable de su soledad. Esa seguridad, muy similar a la que tiene Felipe de que allí estaré ante cualquier llamado, es el primer pilar de la construcción de la confianza, ésa que cimentó alguna vez el tejido social de todas las comunidades y naciones.
Hemos escuchado al Gobierno hablar de desconfianza del mercado hacia la Argentina, a la oposición manifestando desconfianza respecto de las verdaderas intenciones del Gobierno, a la sociedad expresando desconfianza hacia la política en general, y a todos buscando una excusa o explicación posible para la situación en la que nos encontramos. Hasta hemos escuchado a algún encumbrado economista explicar la situación actual con un gráfico que muestra la caída del PBI per cápita de la Argentina en el ranking mundial, señalando el comienzo de esa caída en el gobierno de Perón, marcándolo como el padre de todos los males junto a todos aquellos que adhirieron a su movimiento.
Quizás sea hora de profundizar un poco más la discusión y, en lugar de ganar pequeñas batallas con pequeñas chicanas, disponernos a enfrentar juntos un problema cultural que nos aleja cada vez más de lo que queremos ser como Nación. Este hito de confianza con mi hijo se replica de manera escalada en la sociedad. Mi mujer, mis hijos y yo conformamos una familia. Mi familia conforma un barrio con la del vecino, nuestro barrio una ciudad con el de al lado, nuestra ciudad una provincia con las circundantes, y nuestras provincias juntas una única Nación y, además, una República.
Como podemos ver, el entramado es complejo y requiere una conformación básica, que son las personas, y de un comportamiento continuo, que son dichas personas interactuando coordinadas entre sí en cada estadio. Es aquí, en esta construcción, donde me quiero detener.
Argentina guarda en su memoria el sufrimiento de un hito imborrable que hizo mucho por destruir ese tejido social: la última dictadura militar. Ese proceso oscuro y trágico de nuestra historia no solo nos dejó el saldo de la eliminación del futuro de 30 mil argentinos, un país quebrado, un constante miedo a las fuerzas de seguridad, entre tantas dramáticas herencias, sino que también dejó implantado un argumento en la sociedad resumido en la frase: “Algo habrá hecho”. Este argumento, que predominaba cuando algún vecino o persona era llevado por autoridades militares o paramilitares durante la última dictadura, servía de justificativo para la falta de acción de un pueblo que, en su mayoría, se desentendía de eso que sucedía a la vista de todos. Como argentinos, por miedo, cada vez que nos enterábamos de alguien que se habían llevado o escuchábamos un grito desgarrador en la noche, proveniente del sótano de alguna comisaría, alimentábamos, silencio a silencio, el peor virus: la desconfianza. Porque la dictadura afectó uno de los eslabones más importantes en la construcción de una Nación. Destruido ese tejido, con el que se pierden los valores asociados a la primera condición de vivir juntos para sentirnos más seguros, empiezan a operar factores que antes servían de dique, como las buenas costumbres y los contratos establecidos. Pero el ser humano ha sido más inteligente que sus propias desgracias, y, para cuidarse frente a esos sucesos, desarrolló un concepto milagroso: la Justicia.
Con sus dimensiones y relieves, opera como un reaseguro. Si la Justicia hubiera existido como tal, quizás podríamos haber sobrevivido ese golpe que fue para todos el último proceso militar. Pero eso no ocurrió; cincuenta años de dictaduras militares, con pequeñas primaveras democráticas tambaleantes en el medio, se encargaron de destruir también el último reaseguro que teníamos en el contrato social: la Justicia.
El contrato madre de una Nación, que es la Constitución Nacional, que debería ser para los funcionarios de la Justicia, como la carta náutica para los marineros, fue descartada y pisoteada sucesivamente durante aquellos cincuenta años. Sin guía, ni reglas, ni el mapa de las estrellas, la Justicia –operada por hombres– comenzó a desgajarse y corromperse. No es casual que su caída en desgracia sea más pronunciada después de la dictadura, cuando el germen de la desconfianza ya se había convertido en una epidemia dentro de la ciudadanía y la enfermedad avanzaba silenciosa (casi asintomática) los primeros años posteriores a aquel diciembre del 83 cuando Raúl Alfonsín recuperó para todos los argentinos la Casa Rosada y la luz llegaba tras tanta oscuridad.
Desde entonces asistimos a la agonía de una sociedad que sigue buscando culpables, pero no encuentra a quién creerle para definir responsabilidades. Siete de cada diez argentinos cree que la Justicia es corrupta, seis y medio que la Policía es corrupta y seis que lo es el Congreso. Podemos encontrar allí a quién hace la ley, al que vela por que se cumpla y al que juzga la cosa hecha. Si esos pilares están destruidos, es dificil hablar de confianza y, por tanto, de futuro.
Si esa confianza en los sistemas de equilibrio y control diseñados por y para la sociedad no existe, obliga a mantener la distancia con el otro que piensa distinto; si nuestras miradas son antitéticas, nada ni nadie operará de puente. Al síntoma más claro de esta enfermedad se le llama “la grieta”.
Finalmente, no es culpa de los mercados de capitales que no creen en la Argentin. Tampoco de Duran Barba ni de Cristina, Néstor, Alfonsín, De la Rúa, el papa Francisco Macri.
El problema es que es de noche, estamos en casa ajena sin nuestros padres y, cuando los llamamos, nadie viene. Empezar a hacer lo que uno dice es el comienzo y el ejemplo que nuestro Presidente y toda la clase dirigencial debe dar como puntapié inicial a un nuevo tejido que debe, y esto es responsabilidad de todos, volver a convencernos de que solos quedamos a disposición de los depredadores.
De alguna forma, juntos logramos llegar hasta acá, que no es poco.
*Analista político, Director de Taquion 3.0