Fue Borges (quién si no) el que, lúcido, nos alertó del error que se cometía al centrar en Martín Fierro el canon literario nacional. Discutía con Lugones, en debate de coyuntura, pero sus argumentos trascendieron esa circunstancia y alcanzan nuestro presente de manera acaso impensada. Atento al carácter ejemplar que es costumbre que detenten los héroes, Borges previno que era una mala idea conceder esa condición a un personaje como Martín Fierro, es decir, a un gaucho desertor. Al escribir Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, Borges intervino sobre el poema de José Hernández, probablemente para evidenciar que la deserción de Martín Fierro no podía sino suscitar subsiguientes deserciones. Al escribir El fin, reescribiendo el clásico, subrayó el mal talante de Fierro: el gaucho provoca, mortifica y por fin mata, no a “un justicia”, es decir a un responsable de sus injustos sufrimientos, sino a un pobre y triste negro, tan desgraciado como él. La injusticia padecida no lo convierte en justiciero, sino en un reproductor de injusticias. Víctima de la arbitrariedad con que se castiga a los débiles, resuelve miserablemente volverse a su vez victimario de ese otro que, al fin de cuentas, es tan débil como él.
Alguna vez, y con Borges de por medio, Martín Fierro pasó a ser el nombre de una revista de vanguardia. Hoy en día, por el contrario, es un premio para la televisión y la radio. La estatuilla que lo erige, y que según parece admite incluso el oro y el platino, muestra a Fierro erguido y con su guitarra no menos erguida, al pie. Guitarra que, en el poema de Hernández, Martín Fierro conocidamente rompió, en un gesto de intolerancia, para que nadie más pudiese cantar después de que él había cantado. Si la vista no me engaña, la guitarra que hoy luce la figura del premio televisivo no tiene ninguna cuerda. Está rota, o bien es falsa. No sirve, o es de mentira.