A principios de los años 50 del siglo pasado, el peronismo había instalado, entre otras, esta consigna: “Los primeros privilegiados son los niños”. Más allá de lo que se entendiera por privilegio (¿acaso la catequización ideológica?), en esa época la educación no era todavía el último orejón del tarro gubernamental, existía una firme y esencial asociación entre hogar y escuela, la docencia era una profesión que prestigiaba y generaba respeto, la vocación de los docentes transmitía, en general, una energía inspiradora. Setenta años más tarde, la palabra privilegio aplicada a niños y jóvenes es insultante. La mitad de ellos son pobres de toda pobreza y el porcentaje no cesa de crecer. La educación hace tiempo que toca fondo, hundida por el desprecio de los sucesivos gobiernos, por la indiferencia de las familias y por la irresponsabilidad depredadora de gremialistas docentes que priorizan sus transas e intereses políticos a cualquier idea mínimamente vinculada a la misión de la profesión que dicen representar.
El desprecio de este gobierno en particular por la educación y la complicidad gremial con el mismo quedaron al desnudo durante el año de la pandemia. La misma torpeza, precariedad de soluciones y primitivismo de ideas con que se manejaron tantos aspectos de la situación en lo sanitario, en lo económico y en lo social cayó también sobre las escuelas y sus alumnos. Sin plan A, B ni Z, estos quedaron librados a su suerte y a patéticos simulacros de educación virtual o a distancia. Ahora, al calor de un año electoral, oficialistas y opositores se acuerdan de que existe la educación (digamos de paso que el gobierno de Cambiemos redujo en un 36% el presupuesto educativo entre 2015 y 2019, según datos de Chequeado) y vuelven a gestionarla con prácticas y discursos desvergonzados, a los que se les ve el hilván oportunista desde una legua de distancia.
Mientras tanto, los últimos “privilegiados” son los niños. Olvidados o usados, según el momento y la conveniencia. Con una gran cantidad de padres cuya expectativa central es que la escuela se haga cargo cuanto antes de sus hijos, con gobernantes que especulan con ecuaciones en que clases presenciales y votos se confunden, y con gremialistas (y hasta algún juez que moja el pan en esta salsa) cuya catadura mete miedo cuando se piensa que representan a los encargados de educar a nuestros hijos y nietos. Allá y entonces se dijo que educar es poblar. Es mucho más que eso. En su extraordinario libro La hora de clase, el psicoanalista italiano y docente universitario Massimo Recalcati subraya que la escuela es núcleo esencial de la socialización, espacio generador de autoridad simbólica (origen, a su vez, del respeto), niveladora e integradora de asimetrías sociales, instaladora del valor de la palabra, transformadora del saber en deseo, inoculadora de amor por el saber. Hay una pregunta esencial en la educación, dice Recalcati: ¿qué tienen que ver con mi vida las cosas que aprendo y que me pasan en una hora de clase?
Todo esto pierden los “primeros privilegiados” cuando se los olvida y se los despoja, por desidia, por pereza, por torpeza, por manipulaciones políticas de baja estofa, de un espacio fundamental, natural y necesario como es la escuela y son las clases. La enseñanza sin cuerpo no existe, recuerda muy bien Recalcati, porque no se trata de un proceso mental. Es una experiencia en la que está íntegramente involucrada toda la persona, en cuerpo y alma. Un recordatorio clave para gobernantes (de quienes menos se puede esperar que lo entiendan), para padres y para docentes. Dejemos afuera a sindicalistas, porque este lenguaje les es ajeno, como casi todo lo que tiene que ver con el lenguaje. Hablar no es, necesariamente, poseer lenguaje.
Educar no es producir escolares cuantificables en estadísticas estériles ni llenar cabezas, dice Recalcati. Es abrir el mundo y el amor por el saber. Hay una educación que guía hacia allí y otra que solo empuja y somete o manipula. Por una hora de clase pasa la vida. Y de eso se viene privando a nuestros hijos y nietos.
*Escritor y periodista.
Producción: Silvina Márquez