La sobreactuación antilinchamiento se apoderó rápidamente de las personas a las que no se les movió un pelo cuando Echegaray mandó a azotar periodistas, las mismas que hoy no se calientan por el ocultamiento de muertos en La Plata. Sucedió una semana antes de lo que teníamos previsto acá en el Observatorio Compulsivo de la Autodestrucción Argentina. Veníamos tomando velocidad con las langostas para terminar, el domingo que viene, hablando de The Day of the Locust, la novela de 1939 en la que Nathanael West describió, de manera memorable, los mecanismos que conducen a un linchamiento espontáneo. Voy a tener que saltearme lo que había escrito para hoy: una enumeración detallada de instancias de expresión genética en peces, pájaros y humanos. Esto es bueno para PERFIL, porque quedó comprobado que las columnas sobre temas científicos se leen menos.
En 1974 John Schlesinger filmó la novela de West –en Argentina se llamó Como plaga de langosta– adaptada por Waldo Salt, un gran arruinador de películas que también destruyó esta. Pero la escena final, la del linchamiento, es muy fiel a la novela; Schlesinger filmó plano por plano lo que había escrito West. Mantuvo también el punto de vista del protagonista que, sin poder hacer nada, ve cómo escalan los hechos hasta que el pobre Homero Simpson –Donald Sutherland, cuya actuación extraordinaria probablemente inspiró su homónimo– queda a merced de la turba enceguecida en Hollywood Boulevard, a metros del Teatro Chino. Gracias a la música de John Barry y la increíble fotografía de Conrad Hall, es una de las escenas más angustiantes del cine de los 70.
West pensaba, sin duda, en el fascismo. Hoy es difícil de imaginar, pero a fines de 1930 –cuando una persona inteligente podía, todavía, ser de izquierda– todos los aspectos de la cultura de masas estaban de pronto bajo sospecha, por su similitud con otras características populistas del fascismo europeo en ascenso. West temía que algo así pudiera pasar también en California, y en esa preocupación les adjudicaba a sus desposeídos de Glendale problemas que en realidad hoy nos resultan más familiares a nosotros: “Su aburrimiento es cada vez peor. Se dan cuenta de que los engañaron y arden de resentimiento.
Todos los días leen el diario y van al cine, alimentándose de linchamientos, violencia, crímenes sexuales, explosiones, incendios, milagros, revoluciones, guerra. Esta dieta diaria los hace sofisticados. El sol es un chiste, las naranjas ya no son nada para ellos. Ninguna violencia les resulta suficiente, porque los estafaron y los traicionaron. Trabajaron y ahorraron para nada”.
Treinta y cinco años después, Schlesinger tenía en Vietnam y la contracultura cierta justificación para vendernos el fresco apocalíptico de West como descripción de un problema aún vigente. Pero su revival no convence –ni en el ’74 ni hoy; hoy mucho menos– porque ya vimos muchas veces que el horror venía de otro lado: la admiración por Gary Cooper nunca mató a nadie. Schlesinger es también un poco injusto al mantener intacta la desconfianza que el pop naciente inspiraba en el pobre Nathanael West, que nunca pudo ver televisión, ni llegó a enterarse de que la guerra había terminado. Se mató en un accidente en 1940, dicen que manejando distraído por la muerte de su amigo F. Scott Fitzgerald, el día anterior. Tiendo a pensar que West, que había nacido Weinstein, hijo de dos inmigrantes que huyeron de Rusia, habría tenido cosas mucho más interesantes que decir sobre lo que hizo después el populismo con nosotros. No el populismo de Samuel Goldwyn, sino el de ya sabemos quiénes.
En todo caso, West vio antes que nosotros la metáfora de las langostas. Su inspiración era más bíblica que científica, pero todo era más bíblico antes, salvo Carrió, que es más bíblica ahora. Las langostas cambian, ya vimos cómo y por qué. No es culpa de ellas. Pero el final es horrible para todos los demás y, a veces, para ellas mismas también.
*Escritor y cineasta.