En las últimas semanas quedó en evidencia la dimensión de la fragilidad financiera de la economía argentina. Los episodios de corridas cambiarias, la fuerte depreciación del peso, las continuas subas de la tasa de interés y, la frutilla del postre, el acuerdo con el FMI despejaron las dudas de gran parte de los analistas económicos: los que insistían en que Argentina transitaba hacia un fortalecimiento de la situación macroeconómica ahora miran atentos la evolución del sector externo.
Como país periférico, Argentina es financieramente vulnerable: las características de su estructura productiva y de su inserción en el comercio mundial generan una subordinación a las condiciones internacionales. Históricamente, esta dependencia se manifiesta en que los ingresos obtenidos mediante las exportaciones no alcanzan para cubrir la necesidad de dólares que requieren el pago de las importaciones y de los intereses de la deuda externa, la remisión de utilidades y el atesoramiento del sector privado. Esos dólares faltantes deben ser provistos por los capitales extranjeros, cuyo flujo depende en gran medida de las condiciones de los centros financieros. Cuando no ingresan, sobrevienen crisis externas que culminan en fuertes devaluaciones.
A finales de 2015 comenzó a vislumbrarse un nuevo período: la liberalización del mercado cambiario, el pago a los holdouts, la baja de derechos de exportación a sectores vinculados con la explotación de recursos naturales y otras medidas tendientes a desregular los flujos de capitales y la remisión de utilidades.
Esa apertura a los capitales foráneos y el endeudamiento externo permitieron al Gobierno obtener los recursos en el corto plazo para financiar los crecientes déficits de cuenta corriente de la balanza de pagos. Además, el deterioro de los salarios reales, la reducción del gasto público, la ausencia de una política de desarrollo que impulse sectores claves para el aumento de las exportaciones y un manejo –al menos– errático y desordenado de la política cambiaria y monetaria deterioraron la demanda agregada e intensificaron la incertidumbre macroeconómica. Dado que estos factores atentan contra la inversión productiva, la política económica se dirigió a atraer capitales golondrina (flujos de corto plazo) mediante elevadas tasas de interés, y a acelerar el endeudamiento externo.
Como contrapartida, la proliferación de activos financieros en moneda doméstica (Lebac) y la fuerte desregulación del sector agravaron la histórica vulnerabilidad. La liquidez de estos activos permite a los inversores realizar sus ganancias en el corto plazo y convertirlos en moneda extranjera ante cualquier cambio en las condiciones domésticas o internacionales. Así, este tipo de inversión de carácter meramente especulativo presiona sobre el mercado cambiario y provoca una caída de reservas o un aumento de la tasa de interés o una suba del tipo de cambio… o las tres cosas, como sucedió en las últimas semanas.
Con muchos colegas compartimos la preocupación sobre las consecuencias de esta dinámica, en particular la generada por la devaluación del peso. El abaratamiento de la moneda nacional no soluciona los problemas económicos, sino que los agrava. La devaluación genera, entre otras consecuencias, inflación (al aumentar los costos de los insumos que se trasladan a precios) y una redistribución del ingreso en detrimento de los salarios. En consecuencia, cae la demanda agregada, afectando el empleo y la producción. Todos estos aspectos están explicados en el libro que hemos titulado Discusiones sobre el tipo de cambio. El eterno retorno de lo mismo, recientemente publicado por la Universidad Nacional de Moreno.
El regreso del FMI y los compromisos asumidos con el organismo dan una pista de la razón del título elegido. Como en El día de la marmota, donde el personaje de Bill Murray se encuentra atrapado en una repetición tediosa de un mismo día, nosotros nos enfrentamos a una continua repetición de las mismas políticas económicas que se plantean como soluciones a problemas que, en lugar de resolverlos, los profundizan. Marcelo Diamand llamó a esta situación el péndulo argentino.
Lo sorprendente de esta repetición fue la velocidad con la que se sucedieron los eventos. El ingreso masivo de flujos externos en condiciones como la que había en Argentina en 2015 debería haberle dado más aire al sector externo. Pero las vulnerabilidades manifiestas ante la corrida cambiaria llevan a mirar lo que sucedió en el BCRA para entender que, esta vez, los factores nacionales fueron grandes responsables del incremento de la fragilidad financiera.
Una vez más, el Gobierno se comprometió ante el FMI a adoptar un programa de austeridad fiscal y, lo que es más preocupante, a la flotación del tipo de cambio. Nuevamente, el FMI y el Gobierno argumentan que una mayor estabilidad macroeconómica se logra a partir de desregular los flujos de capitales y aplicar metas fiscales, ya que estas fomentarían un ambiente de confianza para convencer a los inversores de ingresar y quedarse en el país. No obstante, el ajuste y el incentivo a este tipo de flujos financieros externos son los factores que socaban la estabilidad macroeconómica y las perspectivas de crecimiento de largo plazo.
Los “compromisos” que el FMI reclama para seguir prestando nada tienen que ver con lograr la estabilidad macroeconómica o mejorar la competitividad, sino que busca liberar dólares mediante recesión económica.n
* De la Universidad Nacional de Moreno