“El martes por la tarde, no pudiendo aguantar más, hallé en mi debilidad unas cuantas buenas excusas que me permitieron llevarle luego de la cena el libro y los periódicos. En mi impaciencia, Marthe vería la prueba de mi amor, me decía, y si se niega a verla, sabré arreglármelas para que lo haga. Durante un cuarto de hora corrí como un loco hasta su casa. Luego, temiendo molestarla durante la comida, esperé, sudoroso, diez minutos, junto a la verja. Pensaba que durante ese tiempo las palpitaciones de mi corazón se detendrían. Por el contrario, aumentaron.” Raymond Radiguet escribió El diablo en el cuerpo entre 1921 y 1922, o bien, dado que había nacido en 1903, entre los 17 y los 18 años; a los 15 años había dejado la escuela para dedicarse enteramente a la literatura, y su primera novela fue lanzada con prólogo de Jean Cocteau por la editorial Grasset en 1923 (año fatal, porque la publicación coincidió con la muerte del autor a causa del tifus) con una campaña sin precedentes, favorecida por el aura escandalosa que rodeaba a la obra, y con tal bombo publicitario (incluso cinematográfico, con los spots del libro proyectados entre película y película donde se veía a un joven novelista en el acto de hacer entrega al editor de su manuscrito, mientras el texto decía que “sólo en base a la lectura de esta obra maestra el editor le ofrece al joven autor una renta para toda la vida”) que hizo observar a algún contemporáneo que por primera vez se usaban para un libro técnicas de inducción a la compra similares a las adoptadas por jabones y laxantes.
La novela narra el amor loco de un adolescente por una mujer casada cuyo marido combate en el frente, con lo que abiertamente la novela se oponía al heroísmo bélico oficial en aquellos años. Como siempre ocurre en estos casos, el enorme éxito del libro suscitó la desconfianza de muchos. “Todos los días aparecen novelas como ésta”, llegó a decir Louis Aragon. Joseph Kessel, ese escritor francés nacido en Entre Ríos, dijo de él y sus múltiples excesos: “Nada menos ordenado que su vida exterior, pero nada más armonioso, más equilibrado, mejor construido y mejor protegido que su vida interior. Podía ir de bar en bar, no dormir durante noches enteras, errar de habitación en habitación de un hotel; su espíritu trabajaba con una lucidez constante, una maravillosa lógica”. Fue amante de Cocteau (de la mano de quien llegó a conocer el mundo aristocrático parisino) y amigo de Pierre Reverdy, Max Jacobs, Juan Gris, Picasso y Modigliani.
Ahora sabemos que no es así, que novelas como esa aparecen una vez por siglo.
Canción de amor y muerte espléndida, El diablo en el cuerpo sigue siendo inigualable en su trágica, adolescente ligereza de fábula sin final feliz. Si tuviéramos novelas así.