En el festival de Viena me encontré con Cristi Puiu, gran cineasta rumano. Le comenté que, más allá de unos pocos nombres, no conocía la actualidad del cine de su país. Puiu se ofreció entonces a solucionar mi ignorancia enviándome las películas más recientes de sus compatriotas. Había olvidado la charla cuando el cartero llamó a la puerta con un paquete de Bucarest que contenía veintiún DVD. Decidí empezar por una película de la que había escuchado hablar: Autobiografia lui Nicolae Ceausescu de Andrei Ujica, un intelectual nacido en 1951, exiliado en Alemania desde la época del régimen y coautor con Harun Farocki de la célebre Videogramas de una revolución. Autobiografia... es una película singular: salvo una excepción, está hecha con material de los noticieros oficiales de la era Ceausescu. La excepción la constituyen dos breves fragmentos del interrogatorio al que Ceausescu y su mujer Helena fueron sometidos antes de ser ejecutados en 1989.
Ujica toma una decisión brillante: suprime de esos documentos la voz en off de los locutores y, por momentos, suprime todo el sonido para que las imágenes que la dictadura de Ceausescu ofrecía de sí misma puedan verse sin interferencias. Mudo durante todo el film, la voz de Ujica se concentra en la elección del título, en esa palabra “autobiografía” que es de una elocuencia máxima: señala que es el personaje en el poder quien cuenta su vida como él quiere, ayudado apenas por sus camarógrafos. El resultado demuestra que pocas formas narrativas tienen tanta fuerza como una confesión involuntaria.
En ese vasto muestrario de autocomplacencia y megalomanía se pueden separar dos vertientes. Una es la que hace a la insignificancia del personaje: Ceausescu era un individuo gris, de escasa estatura, de gestos torpes; un orador monótono y de voz gangosa. De su figura no se desprendía la menor gracia ni el menor carisma y verlo jugar al voleibol con su círculo más próximo da vergüenza ajena. No parece que Ceausescu tuviera la intención de convertirse en un monstruo, pero llegó a serlo sometiéndose simplemente a la lógica del burócrata, que una vez en el poder, no puede evitar el aislamiento entre aduladores, la corrupción, la vida suntuaria ni el culto a la personalidad. La únicas constantes de su vida parecen haber sido la tenacidad y la ideología: en nombre del materialismo histórico, del marxismo-leninismo cuya infalibilidad en todos los campos solía declamar, Ceausescu hizo pasar hambre a su pueblo y llenó el país de policías y soplones. Si un momento de sus discursos es especialmente revelador, es aquel en el que insta a los poetas rumanos a no componer versos abstractos ni poemas de amor.
Pero hay una dimensión de la película que excede a Nicolás Ceausescu y muestra un rasgo común a la mayoría las dictaduras: la relación del dictador con las masas entendida como espectáculo, como forma artística. En primer lugar, la puesta en escena de las fiestas patrias, de las visitas de los jefes de Estado, de los desfiles, de los discursos, de los aplausos. Pero también, el complemento entre esos episodios y aquellos de carácter más íntimo, ya sea del esparcimiento familiar o de los contactos entre el conductor y sus súbditos: ese kitsch insuperable de las fiestas tradicionales, las celebraciones de cumpleaños, los desfiles de deportistas, las actuaciones de músicos populares y también las visitas a fábricas y mercados con el dictador probando el pan, los empleados agradeciendo y los niños entregando flores. Elaboradas como un escudo que protege al tirano del país real, esas imágenes de un mundo feliz y dulzón sustituyeron durante veinticinco años las del descontento y la rabia que se iban acumulando en Rumania hasta provocar la caída y la muerte de sus máximos responsables.