El doctor Julio Raffo, diputado de la CABA por Proyecto Sur, propone una ley para regular el funcionamiento del Bafici. En los fundamentos del proyecto se destaca la amplia audiencia del festival y “el prestigio internacional obtenido gracias al especial perfil artístico de su programación”. Luego de trazar el elogio del Bafici tal cual lo conocemos, el articulado de la ley propone aplastarlo bajo una burocracia administrada por el poder político y las corporaciones.
El Bafici es un caso extraño de supervivencia: en sus 12 años ha funcionado bajo cinco intendentes, cinco secretarios de Cultura y cuatro directores artísticos. A pesar de esos cambios, creció sostenidamente, sostuvo su radicalidad estética, aumentó su audiencia y se mantuvo como principal referente del cine alternativo.
El Bafici ha sido, además, el refugio de muchas películas argentinas que no tienen relación con el Incaa, películas que se filman sin subsidios, productores ni abogados, desde Mundo Grúa (ganadora del premio al mejor director en la primera edición) hasta Invernadero (mejor película agentina del 2010). Al festival no le vendría mal una ley que le otorgue autonomía financiera y libertad artística, que lo haga menos dependiente de cambios políticos y de presiones externas. Pero el proyecto de Raffo va en la dirección contraria.
El cine es en todo el mundo una actividad esencialmente comercial. La llamada industria del cine nacional está organizada alrededor de empresas y de asociaciones profesionales. Sus representantes son los que deciden qué películas habrá de subsidiar el Estado argentino, ya que el funcionamiento del Incaa establece –de un modo un tanto medieval– que son las cámaras empresarias y los sindicatos (productores, directores, técnicos, actores, etc.) quienes detentan el poder. Lo mismo ocurre con la Academia del Cine, integrada por los miembros corporativos más prestigiosos de esas entidades. Pero el Bafici, orientado hacia el aspecto artístico, marginal del cine, fue hasta ahora una excepción a esa regla, estuvo exento del tironeo industrial y del reparto corporativo que regula el funcionamiento institucional del cine argentino.
La ley Raffo, contrariando una tradición fructífera y democrática, establece que las películas que participen en el Bafici deben ser “producidas por empresas”. Es una disposición equivalente a la de requerir que las obras del Museo de Bellas Artes tengan como responsables a marchands, agentes o galeristas en lugar de los artistas plásticos o a que los libros presentados en un concurso literario provengan de las editoriales. Pero hay cosas peores en la ley. Esta reconoce explícitamente que el prestigio del festival proviene de su programación. Y es cierto: los programadores son el corazón de un festival moderno e independiente, los que ejercen un trabajo de curaduría que requiere dedicación, conocimiento y contacto con en el mundo a partir de líneas estéticas coherentes y avanzadas. Sin embargo, en todo el proyecto no figura la palabra “programador”. Para elegir las películas se propone, en cambio, un comité de selección ecléctico similar a los comités del Incaa e integrado por directores, productores, actores o técnicos designados por sus respectivas entidades.
De aprobarse la ley, ninguno de los programadores actuales del Bafici –críticos, académicos, docentes y especialistas–, cuya idoneidad ha quedado demostrada a lo largo de las seis últimas ediciones, podría continuar ejerciendo su trabajo en el Bafici de Raffo que, por otra parte, seguiría dependiendo de las pesadas estructuras municipales. La ley aparece como el vehículo perfecto para un viejo sueño del pensamiento dominante en materia cultural: terminar con esas películas raras que sólo les interesan a los críticos.