“No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada”
Friedrich Nietzsche (1844-1900)
Fue un duelo a piedrazos; feo, con futbolistas precarios, cinturas de yeso, bochazos hacia adelante como en el metegol, ánimos por el subsuelo. Independiente, al menos, tuvo a Montenegro, uno de esos jugadores finos que suelen aparecer dos o tres veces por partido y cargan con el apodo de “pechos fríos”. Sin embargo su figura fue el sorprendente Pusineri, olvidado hasta la generosa tarde de ayer. Son un equipo chato, sin vuelo, con una defensa precaria en la que Tuzzio parecía Perfumo y una delantera torpe pero insistidora. Demasiado para un rival tan conmovedoramente inofensivo y pueril.
Lo mejor de Racing fue un gag de sus hinchas, todos con cascos amarillos de construcción, bolsas de cemento y fratachos, para divertirse con la penuria inmobiliaria de los vecinos. Da la impresión de que los muchachos de Llop pueden jugar tres o cuatro días sin la más mínima oportunidad de meterla en el arco. Lugüercio corre como gallina decapitada y Ramírez es un mini Fabbiani: más bien gordito pero sin su fuerza ni su habilidad, y con cero carisma. ¡Ops! Vigneri es el hombre sin sombra y, con todo respeto, que el bueno de Falcón use la 10 que fue de Rubén Paz es... casi una provocación. Más, no se ve.
Hay que reconocer que los muchachos ponen garra y lo dejan todo en la cancha. Sin embargo, como bien decía el general chino Sun Tsú, no hay nada peor que un comandante inútil y voluntarioso. Se comieron 9 goles en tres partidos y la sacaron barata, en todos. ¿Peor imposible? Mmm... Nunca hay que subestimar al insólito karma académico, señores. Se verá. El futuro pinta igual de negro para ambos, pero en la interna del barrio lo que vale es la victoria. Chapeaux para el rojo, entonces.
El niño Llop seguramente habrá coleccionado figuritas de Santoro, el arquero héroe de su club, mucho antes de que el destino le jugara la mala pasada de jugarse el pan justo frente a él en un duelo a todo o nada. Su póster de la infancia zafó. Él perdió, y mal. Por eso después del clásico hinchas, dirigentes, curiosos y periodistas esperaban con naturalidad al pie del patíbulo su sacrificio público. El pecador debe pagar, siempre. Dura lex.
No era tan así en esos locos años ’60 cuando el pequeño Chocho tenía pelo. Tiempos de amores insensatos, piñas y cadenazos, sin tanta arma de fuego ni facturación millonaria. Los cantos de los hinchas derrochaban candor. “¡Suben-las-papas, suben-los-limones, de-Avellaneda-salen-los-campeones!”, recitaban en Independiente y Racing, seguros de ser la vanguardia del fútbol criollo. Miraban a River y a Boca de igual a igual y a San Lorenzo con aires de nuevo rico. Se sentían grandes de verdad, no tristes buzos en apnea como hoy. El clásico era una cuestión nacional. O internacional, como cuando venían los mejores de Europa a discutirles la primacía mundial.
Los escoceses no lo podían creer. Ya terminaban la visita al estadio de Racing cuando, asomados en la segunda bandeja, preguntaron: “¿Y eso, qué es?”. Señalaban la enorme construcción, a solo 400 metros, con una capacidad superior a la de su propio club, el Celtic de Glasgow. “Ah, eso... –respondieron con indisimulado desdén sus colegas argentinos–, es la canchita de los de Independiente”. No soñaban los dirigentes del campeón europeo de 1967: efectivamente, una al lado de la otra, convivían esas dos moles de cemento, insólitas, desafiantes. Un monumento al derroche, la necedad o el exhibicionismo más infantil. Only in Avellaneda.
Flower power, Onganía, Beatles, el Di Tella, La Balsa; Perfumo o Yazalde. Tiempos de chimeneas humeantes, producción a full y sindicalismo. Un pujante polo industrial que creció antes y después de la Década Infame con Alberto Barceló, el caudillo conservador y Ruggierito, su mano derecha y gangster top. Carlos Gardel, fana de Racing, era amigo de los dos y en el teatro Roma, justamente, cantó por última vez antes del fuego fatal de Medellín. Pasó Yrigoyen, la revolución del ‘30, Perón, la Libertadora... y la ciudad fabril se detuvo. Independiente fue el primer campeón de América y Racing, al toque, primer campeón mundial. Casi nada. Vivían su duelo a cara de perro, copa a copa, codo a codo con la elite. El cielo no les quedaba tan lejos.
Existe una fecha trágica para Racing: el 25 de junio de 1972, cuando debutó en Independiente un chico de 18 años llamado Ricardo Bochini, destinado a dar vuelta todas las estadísticas del clásico, hasta ese momento dominado por ellos. La ciudad también tuvo su día negro: el 2 de abril de 1976, cuando el Joe Martínez de Hoz presentaba su nuevo plan por la tele y la economía local entraba en coma. Y allí sigue, todavía.
Tiene razón Kipling cuando aconseja: “La victoria y el fracaso son dos impostores y hay que recibirlos con idéntica serenidad y con saludable punto de desdén”. Una variante novedosa para el amado Racing, que ya ha probado con todas las demás posibilidades, sin éxito. Quizá esta victoria mejore el escuálido presente de Independiente. Quizá el cambio de técnico haga magia con la desangelada Academia. Quizá alguien limpie alguna vez el Riachuelo, donde mi abuelito Giuseppe Cantatore me juró que nadaba, y hasta pescaba.
¿Por qué no, colegas de sufrimiento? Soy un soñador pero no soy el único, cantaba Lennon. Sea.