“Mi demonio había estado encerrado demasiado tiempo en la jaula y escapó, rugiendo.”
“El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” Robert Stevenson (1850-1894)
En El Zahir Borges se refiere al oxímoron, una figura retórica que armoniza dos conceptos aparentemente contradictorios pero que, unidos, dan forma a un nuevo significado. Para ejemplificar su uso cita a los gnósticos, que hablaban de la “luz oscura”; y a los alquimistas, con su “sol negro”. Muy por el contrario, don Angel Labruna –que lo ignoraba todo sobre la laberíntica borgeana– era partidario del pleonasmo, su opuesto, que refuerza su expresividad mediante la redundancia. Así hizo célebre su máxima futbolera, de involuntaria densidad ontológica: “La verdad está ahí, muchachos, en el verde césped”.
Ramón Díaz, que en sus comienzos se enfurecía con Labruna porque lo dejaba en el banco para ponerlo en los segundos tiempos, heredó mucho del estilo de su viejo maestro. “Es una linda satisfacción”, le gusta repetir, circularmente, después de cada logro. Por alguna razón, ese discurso errático –rara mezcla de picardía provinciana, timidez y surrealismo a lo Chance Gardiner, el antihéroe de Desde el Jardín–, sedujo siempre al periodismo, que festejó hasta lo increíble sus ocurrencias, los guiños cómplices, su ostentación y el “je”, antes de saludar e irse. Como Labruna, ha demostrado cierta infalibilidad para el éxito inmediato y astucia a la hora de elegir. Pero en el plano afectivo está a años luz de Angelito, un tipo paternal, compinche, protector, adorado por sus jugadores. No es el caso de Ramón; una máquina de ganar que, al final, termina peleado con todos. Sucedió otra vez. Parece tener un extraño talento para hacerse odiar por quienes lo rodean.
Díaz fue un gran jugador y, pese a que su carrera no fue lo brillante que merecía, ganó mucho dinero. Eso se hizo evidente ya como entrenador de River. Aquel morochito que apenas abría la boca, de pronto inflaba su pecho, orgulloso, ganador. Regalaba camionetas cuatro por cuatro a sus jugadores y, antes de los superclásicos, apostaba fortunas de igual a igual con Macri, el presidente de Boca. Ya era rubio y de ojos celestes, igual que Menem, su gran amigo. Desbordante de falsa modestia, Ramón se definía como “El segundo riojano más famoso”, mientras los jugadores se burlaban sin disimulo a sus espaldas. Contaban que hablaba en un incomprensible dialecto, que mandaba Francescoli y que la táctica la pensaba Omar Labruna, su ayudante. Se decía, también, que la hinchada coreaba su nombre porque les pagaba. Ninguno de estos rumores le quitó el sueño. Su poder era absoluto. Si alguien lo enfrentaba cara a cara, era “limpiado” sin piedad. Ese fue el caso del capitán, Leo Astrada, exiliado en Brasil. Y como él, muchos.
A uno le birló el sillón la fugaz Alianza; al otro, el triunfo del entonces progresista abogado José María Aguilar. Pese al título ganado en 2002, River no renovó su contrato. Querían otro perfil. Nadie lo dijo, claro, pero lo echaron por “impresentable”.
Su ausencia y los fracasos repetidos de River agigantaron el mito, hasta que San Lorenzo y Tinelli lo resucitaron. Parecía otro. Más respetuoso, sereno, equilibrado. Todos compraron esa nueva imagen. “No se equivoquen; cuando gane algo van a conocer al verdadero Ramón”, advertían en River, mucho antes de ser humillados por su desplante de fin de año. Estaban seguros de su diagnóstico.
La dualidad humana, el desdoblamiento de la personalidad, la lucha entre las tendencias de la conciencia, eran temas que obsesionaban al escocés Robert Stevenson. En 1886, muy enfermo, se sometió a un tratamiento médico a base del hongo cornezuelo del centeno –de donde se extrae el ácido lisérgico–, lo que le provocó, muchas veces, pérdida de control de sí mismo. Impresionado por la experiencia, escribió un relato fantástico que se haría célebre: El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde. Las dos caras de una misma moneda. Nuestro Ramón sería, al mismo tiempo, el amable Jekyll y el tenebroso Hyde.
Al hombre no le gustan los enemigos chicos. Primero fue Maradona; después Passarella, el ex amigo que lo trajo; más tarde, las estrellas de River y su presidente. Ahora, Marcelo Tinelli. Inmune al pudor, exigió sumar al plantel profesional a sus dos inexpertos hijos. Se lo concedieron. Fue el principio del fin. A la hora de los reproches, no le tembló el pulso cuando creyó necesario ejecutar un rehén al amanecer. Los condenados fueron varios; el fusilado uno: Agustín Orión; el líder rebelde, el arquero que cuando llegó había elegido por sobre el titular, Saja. El jugador, lejos de mostrarse agradecido, hoy dice cosas horribles sobre él. Increíble.
¿Qué tanto más podía pasar? Mucho. Subestimar a Ramón suele ser un error fatal. Celos, desconfianza, desidia, doble discurso, ninguneo, mezquindad, hipocresía, traiciones, peleas por los premios... La tormenta de pasiones creció en la intimidad y se disimuló gracias al éxito, las hazañas deportivas. La bomba explotó en Quito. Un penal mal pateado le puso punto final a este melodrama plagado de villanos, con más personajes que una novela de Tolstoi.
Finalmente se va, como un Nerón del Bajo Flores. Gran pérdida para nuestra escena, compatriotas. Que continúa en la estelar compañía de los actores que dan vida a la Gran Tragicomedia Argentina: el interminable enfrentamiento entre campo y Gobierno. Falta Ramón y estamos todos.