Se puede ser muchas cosas, entre ellas agente o paciente. Se puede ser ambas cosas también. Todo agente efectúa una acción, todo paciente sufre por una acción (“empleo”: vale tanto para un uso negativo, asociado a la manipulación con una finalidad para el agente así como en su presunta valoración positiva como sustantivo, por ejemplo, adquirir un empleo cuando se está desocupado).
Pero si se borran los límites entre agente y paciente se genera una zona gris. Ese borramiento responde al imaginario empresarial de “ponerse la camiseta de la empresa”: en definitiva el imaginario pueril de la amistad entre explotado y explotador. Pero sabemos que en cualquier sociedad capitalista esas cosas no pasan nunca.
El oficialismo, en la última década ha desarrollado en el seno del Estado un lugar perfecto para desdibujar el uso del término empleo entre agente y paciente utilizando los medios del Estado como empresa (agente) y empleados (pacientes) que sean la cara pública del emprendimiento (a diferencia de otros usos aquí el empleado es trabajador y producto final).
En este sentido las víctimas son los trabajadores perfectos: suelen estar abandonadas a su suerte, sin peso político ni estructura que las avale. Y en el fondo buscan algo de protección. Necesitan ser escuchadas. Necesitan que les digan la verdad. Pero también que alguien les cuente un cuentito de medianoche.
Frente a esa manipulación, buena parte de la sociedad civil calla disidencias por temor a las víctimas. La resultante: las víctimas corren hacia el poder en búsqueda de respuestas, pero también demandando una protección que no les brinda la sociedad civil, que las deja a la intemperie en vez de dar un apoyo crítico que evite futuras manipulaciones de empleadores.
Pero no todas las víctimas son iguales. Ni todas corren al poder.
El Estado hoy emplea a las víctimas como escudo social a la vez que las emplea económicamente hablando: usa a las víctimas y les subvenciona su lucha. Y estas últimas, en ese solemne acto de cooptación, entregan su corazón, su lucha y sus principios a la defensa de su empleador. Capitalismo de Estado en tecnicolor. Para una víctima de este tipo, ponerse la camiseta no es humillante. Es, también, parte del empleo.
Las víctimas de distinta índole (de crímenes de lesa humanidad y de otras instancias) se han transformado, en Argentina, en eso tan incómodo de verbalizar: centralmente en escudos humanos, pero sobre todo en funcionales necesarios para que buena parte del poder político los convierta en la mejor y más novedosa empresa. Son, también, conejillos de Indias. El poder político las prueba (y las utiliza para legitimar sus propios desmanes: del caso Sueños Compartidos a los claroscuros del caso Marita Verón hay demasiados agujeros). Y en la prueba y el error se funda la capitalización política del dolor.
A muchas de esas víctimas el Estado les ha dado dinero, poder, visibilidad, legitimación social. Le ha hecho creer que eran autónomas (no es casualidad que las hayan convencido de ser administradores de la fábrica vacía: al fin y al cabo, tercerizar es sacar un rédito sin hacer nada más que poner la cara) pero sobre todo les ha entregado un espacio en la bendita zona gris mencionada al inicio de esta nota: ese lugar entre lo estatal y lo privado. Un negocio en el que las víctimas responden por los tejes y manejes de sus empleadores.
Hoy las víctimas entregan parte de su legitimidad en rencillas con otras, que son las expulsadas del sistema, los anatemas que no arreglan ni entran en el tongo de la empresa del dolor. Esa zona gris que describimos antes, ese Estado paralelo, es el peligro latente, es el lugar en el que hoy se debaten los problemas políticos más urgentes.
Tanto tiempo temiéndoles a los victimarios hace perder el olfato frente a los empleadores, que son casi tan peligrosos. En fechas tan dolorosas evitemos ser empleados al menos.
*Guionista, crítico, docente, realizador, escritor - www.conmigonobarone.wordpress.com