“Se me describía como un carácter taciturno y reservado. Quiso saber cuál era mi opinión. Respondí: ‘Nunca tengo gran cosa quedecir. Por eso me callo.”
‘El Extranjero’, de Albert Camus (1913-1960)
En un país con hambre y pobreza, donde los hinchas le tiran maíz a sus jugadores y los camiones derraman leche por las rutas, siempre será una buena noticia la caída de un totalitarismo. Sobre todo cuando surgen algunas conducciones bicéfalas que generan mayor confusión que certeza. En Racing, por ejemplo, la duda pasa por saber quién ganará la batalla por el Poder a bordo del Titanic. O el gerenciador autista, Fernando De Tomaso; o García Cuerva, flamante interventor panqueque. Lo bueno de este país es que es imposible aburrirse.
Pero volvamos a la buena noticia. A juzgar por la euforia de su gente, la tiranía del presidente de River ha llegado a su fin. Aquellas imágenes de violencia en el hall del estadio y el indignado canto de la multitud, “¡Se va a acabar, la dictadura de Aguilar!”, ya son pasado. Qué alivio. Las cosas cambian mucho, acá, en cuestión de días.
Ahora lo sabemos: el heroico San Lorenzo de Ramón que los humilló ganando una batalla épica sobre territorio enemigo y en inferioridad numérica, resultó ser el Conventillo de La Paloma. Un horror. Todos ellos –Padre, Hijo y Espíritu Santo– peleados con todos. El escándalo estalló, imparable, después de la eliminación de la Copa. Hubo listas negras, enroque de prohibidos, pequeñas traiciones. Nada nuevo. ¿Conclusión? Santa palabra la del ex dictador de Nuñez: su club es Aruba. Simeone, su técnico, un ganador nato y el repudiado Ahumada, un patriota que, junto a Carrizo y el resto de sus compañeros harán historia, besarán la camiseta, darán la vuelta y se la dedicarán a Boca, su eterno rival eliminado de la Copa. Conmovedor.
¿Quién será el gran ganador del semestre? River. ¿Qué pueden decir los derrotados? Nada. Recuerden nuestra dura lex: el que pierde, acá, no existe. Sólo la victoria da derechos y devuelve el Ser perdido. El único peligro que todavía amenaza a la Isla de la Fantasía son las fuerzas del general Verón. ¿Tienen chances? Por supuesto. Hasta Boca las tiene. Todo es posible, salvo que Riquelme cambie.
Los catalanes son gente difícil. El Barça gasta fortunas en megaestrellas como Maradona, Romario, Ronaldo o Ronaldinho, pero suelen darles rápida salida si notan “algo” que ya no los seduzca. Definitivamente no era el destino ideal para el melancólico enganche argentino, llegado en 2002 de la mano de Joan Gaspart –un presidente débil que nunca dio pie con bola– y con el implacable Louis Van Gaal esperándolo en el banco. No hubo bienvenida. Tan vertical y amante de la presión como Bielsa –que tampoco lo quería–, lo primero que hizo el holandés fue aclarar: “Yo no lo pedí”. Los dos pensaban que Riquelme frenaba a sus equipos. Esa temporada jugó poco y mal; al año fue cedido. La paz pueblerina de Villarreal lo revivió. Fue líder de un equipo que Manuel Pellegrini construyó a partir de su singular oficio de enganche, función que no existe en el fútbol europeo. Todo fue idílico, hasta que a los tres años lo “colgaron”.
Sorpresa. El club, explicó, decidió no tolerar más su “indisciplina” y su “falta de compromiso personal”. Pellegrini lo separó del equipo. Sin clubes dispuestos a pagar su millonaria ficha, la única salida fue Boca. Todo salió perfecto... hasta Fluminense. El equipo perdió y Riquelme, de pronto, volvió a descender al mundo de los mortales. Su caída no fue amable. “Con Palermo en el plantel, Riquelme nunca podrá hacer lo que quiera. Boca compró un gran jugador pero también un gran problema”, dijo sin anestesia Diego Latorre, ex futbolista, actual comentarista y creador de la célebre frase: “Boca es un cabaret”. Después de los rumores de peleas internas, llegaron las desmentidas. Obvias, poco creativas, nada en comparación con el ramónico surrealismo de Emiliano Díaz, jurando que, con su hermano Michael, igual planeaban irse de San Lorenzo “porque no nos daban los minutos que queríamos”. So naïf.
En Río, Riquelme jugó débil, lejos de su mejor forma. Algunos no creen la historia de su malestar gástrico y juran lo que sufrió fue un conflicto, digamos, de índole afectivo. Sea como fuere, se lo vio opaco, perdido, malhumorado. Se cambió cuatro veces los botines y al terminar el partido se fue corriendo al vestuario, solo. El problema no es deportivo. Al contrario. En la cancha nadie lo discute; Boca depende de él. Su estilo quizá no sea el ideal para Europa –tampoco para la Selección, permítanme decirlo, que contra México y sin tanta pausa disfrutó a pleno del vértigo de la dupla Messi-Agüero–, pero para el nivel regional, es un lujo. El nivel de Fluminense se explica sólo por la masiva exportación de futbolistas brasileños. Los mejores están lejos, como los nuestros.
Riquelme es impenetrable. Su inexpresividad perturbadora sólo cede ante la explosión de su talento. Un pase inconcebible hacia el gol, el toque maestro en los tiros libres, un cambio de frente milimétrico. Su aporte en la orquesta es el de un solista que espera su momento estelar. Juan Sebastián Verón, su antítesis perfecta, dirige; compone, arregla, marca el tempo, cada matiz. De uno intimida su silencio; del otro, la estridencia. Uno irrumpe, aunque trote con aparente indiferencia; el otro se instala, conquista. Culpables de todo lo bueno y lo malo, sólo uno seduce y cobija. Verón es un imán; Riquelme, la mano cerrada del hechicero.
Mi jugador es Verón, lo confieso. Pero también pienso que es esa incomprensión eterna de Riquelme, su melancolía tan argentina, lo que mejor habla de nosotros; lo que nos identifica. Quizá por eso despierte nuestro amor, el odio, una furia absurda; tantas ganas de ver un cambio, de una vez por todas.