Acaban de publicarse dos libros muy interesantes, compilados por Alberto Giordano, que incluyen, ambos, ensayos notables de Beatriz Sarlo (¿seremos muchos los que preferimos a la Sarlo que piensa la literatura, antes que a la que discurre detrás de la actualidad política?). Uno de los libros es El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina de los 80, publicado por la editorial Santiago Arcos, en el que Giordano, como un preciso arqueólogo, presenta buena parte de la discusión de aquella época. Su lectura, para mí, funcionó como una especie de relectura: pese a la envidiable juventud que se abatía sobre mí en esos años, leí casi todos esos textos in situ, y fui –o aún soy– amigo o cercano a la mayoría de los autores compilados en el libro. Y en esa relectura, volví a experimentar una doble sensación. De un lado, como bien señala Giordano (reforzado también en el buen artículo de Américo Cristófalo), en los 80, escribir ensayos implicaba situarse “en los márgenes de la cultura”, en disidencia con “una cultura del pragmatismo” que emergía como “valores dominantes (…) en las ciencias sociales”. Nada de eso me es ajeno, y de ahí mi evidente simpatía por esa posición de escritura. Pero a la vez, volví a percibir buena parte de las limitaciones intelectuales de muchos de quienes practicaron ese género en esa década (y aún hoy). Para gran parte de los firmantes del libro, la crítica al paper académico implicó, en su trayectoria posterior, una coartada para disimular la falta de interés, erudición y radicalidad de su propia obra ensayística. El ensayo es hijo directo de grandes bibliotecas leídas, de una mirada personal, del amor por las lenguas, de una erudición y una curiosidad extremas, atributos ausentes en la obra libresca de varios de los ensayistas que firman el libro (y en varios otros que no integran, diría que por suerte, el volumen). Por supuesto que la obra del propio Giordano, la de J.B. Ritvo, la de Horacio González, la de Beatriz Sarlo y la de varios otros firmantes del libro no es alcanzada por esta caracterización.
Del otro lado del horizonte, el artículo de Sarlo es un formidable intento de rodeo y definición acerca del ensayo como género (que incluye, más allá de las esperables citas a Barthes y a Adorno, una serie de referencias bibliografías que denotan ciertas lecturas de época, no demasiado habituales en el corpus de Sarlo: Deleuze, Cacciari, Franco Rella, Hans Blumenberg).Reflexionando sobre Sarmiento, Sarlo escribe algo que roza todo ensayo: “Facundo no existe fuera de su escritura”, para luego avanzar hacia un nudo central: “El ensayo (…) tiene una relación problemática con la exposición y la prueba”.
El otro libro en cuestión es Roland Barthes. Los fantasmas del crítico (editorial Nube Negra), en el que Giordano organiza un conjunto muy perspicaz de ensayos, entre otros de Sandra Contreras, Gonzalo Aguilar, Sergio Cueto, en torno al crítico francés. En “Barthes no quiso”, Sarlo se pregunta por qué Barthes nunca leyó a Borges. Es una pregunta arbitraria (rasgo que habría que incluir como definitivo en todo gran ensayo) pero que Sarlo se las ingenia para que tenga sentido, para volver necesario lo contingente. Y lo hace en base a un finísimo conocimiento del funcionamiento y los posicionamientos de la crítica literaria francesa de los 60, y de Borges, por supuesto.