Tony Blair ha pedido perdón por haber aceptado información errónea para atacar Irak, percatándose ahora del plano ético y de las consecuencias. Es evidente que además de errónea, la elección de justificación fue endeble, lo que estimuló la imagen de un presidente estadounidense apoyado por un pequeño manojo de socios yendo a contracorriente de la opinión pública global en pos de una agresión injusta y amparada por mentiras, pero lo cierto es que para que Estados Unidos y sus aliados enviaran tropas y derrocaran a Sadam Husein se produjo una importante confluencia de motivaciones y ya es plausible examinarlas sin simplificaciones superficiales.
En Estados Unidos varios factores fueron determinantes: el sentimiento de revancha del pueblo tras los atentados del 11 de septiembre, la necesidad de dar una respuesta rápida por parte del gobierno a esta inquietud, la obligación de acomodar la imagen disuasoria y de liderazgo ante la comunidad internacional, el ímpetu de sus fuerzas armadas, así como también los propósitos de la industria armamentística, petrolera y otras relacionadas junto a las previsiones de compañías de ingeniería y seguridad.
Por otro lado, aparece el fomento de los aliados de la zona como Israel, Arabia Saudí y las pequeñas monarquías del golfo, además de enemigos como Irán, que tras una sangrienta guerra, era el principal adversario de Sadam. Al mismo tiempo, hay que contar a los más de 30 países como Italia, España, Japón, Australia, Dinamarca, Países Bajos o Colombia que integraron la coalición militar encabezada por británicos y norteamericanos.
Una vez dentro de Irak, el gobierno estaba apoyado sobre la minoría sunita, en detrimento de la sometida mayoría chií y de los pueblos víctimas de genocidio: asirios, shabaks, yazidis, judíos, turcomanos y especialmente los kurdos. Y más allá de las etnias, aparecían los fundamentalistas que se oponían al laicismo del Estado.
Se hablaba del imperialismo estadounidense para quedarse con el petróleo; sin embargo, hoy importa menos crudo iraquí que antes de la guerra. La mayor parte de los hidrocarburos se lo reparten la holandesa Shell, la británica BP, y curiosamente petroleras de países contrarios a la intervención militar de 2003, como la francesa Total, la china Petrochina o la rusa Lukoil. Parece que Estados Unidos sigue haciendo el trabajo sucio cuando de liberalizar mercados se trata.
Toda esta coincidencia de intereses solamente tuvo que esquivar la falta de beneplácito de la ONU, a las manifestaciones y posteriormente al Partido Baaz y al ejército iraquí.
Paradójicamente, pese al inmenso desastre humanitario y a la inestabilidad actual, la guerra de Irak fue una gran consecución de beneficios para un considerable número de actores, confirmándose como una muestra más de la inexorabilidad de las decisiones políticas utilitaristas cuando tienen suficiente respaldo.
El exprimer ministro británico intenta limpiar su nombre por haberse sumergido en las esferas más empinadas del poder. El dictamen de la historia habrá que encontrarlo dentro de la frase que el cardenal Richelieu, máximo representante de la doctrina de la razón de Estado, escribió en su testamento: “El que tiene el poder tiene el derecho, y el que es débil solo difícilmente puede no estar en el error”.
(*) Politólogo. Especial para Perfil.com.